El sitio de Raúl Trejo Delarbre

 

Fragmento de El secuestro de la UNAM

Publicado por Ediciones Cal y Arena

 

Presentación

Nadie pensó que el secuestro de la Universidad iba a durar tanto. De hecho, muy pocos imaginaron que la huelga iniciada el 20 de abril de 1999 (aunque en algunos planteles comenzó horas, o días antes) se convertiría en la peor crisis que la UNAM y la educación superior pública en México hayan enfrentado en toda su historia.

   El aislamiento de los paristas respecto de la gran mayoría de estudiantes universitarios, era evidente. Lo mismo, el maximalismo de sus exigencias. El rector Francisco Barnés de Castro había propuesto aumentos razonables en las hacía mucho tiempo caducas cuotas de colegiatura en la Universidad Nacional. Esa reforma era tan benigna que cuando fue aprobada, no causó rechazos significativos en las facultades y escuelas. Sin embargo, sirvió como detonador para el movimiento que desembocaría en la huelga y luego, en el secuestro de la Universidad.

   La ausencia de una estrategia para dialogar con los huelguistas y luego el desentendimiento del gobierno federal respecto de la situación de la UNAM, debilitaron las posibilidades del Rector para resolver el conflicto. Fundamentalmente el silencio de la gran mayoría de los universitarios, muchos de ellos resignados ante un trance del que fueron víctimas pero no supieron ser actores, permitió que la huelga se extendiera durante semanas y meses que parecieron interminables.

   Para el verano de 1999, el litigio alrededor de la huelga ya no eran las cuotas (que habían sido derogadas a comienzos de junio). La disputa, aunque sin coordenadas claras, era por la Universidad. Más aún, para los huelguistas su movimiento no pretendía solamente transfigurar la educación universitaria sino, de paso, golpear las posiciones del gobierno y del poder que ellos consideraban malignas y despreciables. Muy lejos de las preocupaciones académicas, la huelga se convirtió en una prueba de fuerzas entre la izquierda radical (a la que también es posible considerar como seudoizquierda) dominante en el Consejo General de Huelga y, en el otro flanco, las autoridades universitarias y el gobierno.

   Durante varios meses, los huelguistas se negaron a entablar diálogo alguno. A fines de julio, ocho profesores distinguidos propusieron un método de negociación que parecía promisorio, pero en cuya infructuosa discusión la Universidad perdió un par de meses más. Mientras tanto el conflicto desbordó, en todos los sentidos, a la UNAM. Apoyados por grupos de dudosa legitimidad política pero de comprobada eficacia movilizadora, los huelguistas protagonizaron manifestaciones con el explícito afán de entorpecer (en ocasiones, de manera muy grave) la vida en la ciudad de México. En varias de ellas, ocurrieron enfrentamientos con la policía. Para entonces, además, numerosas dependencias de la Universidad, muchas de ellas bajo la custodia de los paristas, habían sufrido el robo de equipo electrónico y el deterioro intencional de sus instalaciones.

   Entre numerosos abusos premeditados, el más importante que perpetraban los huelguistas era la prolongación del conflicto. Sus demandas iniciales habían sido satisfechas. Pero no era esa solución la que buscaban, sino la extensión de una huelga que se había convertido en riesgosa para el sistema político, en vista del proceso electoral que desembocaría en los comicios presidenciales del año siguiente.

   La paciencia de las autoridades de Rectoría hubiera resultado infinita de no ser porque en noviembre, todavía en 1999, el doctor Barnés fue persuadido a presentar su renuncia. Con inusual diligencia, la Junta de Gobierno lo reemplazó con el doctor Juan Ramón de la Fuente, hasta entonces miembro del gabinete presidencial.

   Barnés había resentido la apatía de la gran mayoría de los profesores y estudiantes, que contemplaron estupefactos pero sin recursos para responder eficazmente, el secuestro de sus lugares de estudio y trabajo. Pero también había quedado involuntariamente enfrentado al gobierno, especialmente al Presidente de la República que lejos de contribuir a la solución del conflicto, parecía únicamente interesado en evitar la responsabilidad de tomar cualquier decisión al respecto.

   El nuevo Rector se dispuso a dialogar no sólo con el Consejo de Huelga, sino con académicos y alumnos de todas las áreas de la UNAM. En varios sentidos, parecía que De la Fuente volvía a andar sobre el camino ya recorrido por su antecesor. En enero de 2000, después de tortuosas e infructuosas reuniones con la representación de los huelguistas, el Rector propuso satisfacer sus demandas prácticamente al pie de la letra y la realización de un Congreso Universitario.

   Esta, como todas las crisis en una institución de grandes dimensiones, hizo evidentes los formidables rezagos y las difíciles carencias de la UNAM. La tortuosidad pero además la ineficacia de sus mecanismos para tomar decisiones, la escisión entre sus numerosas y aisladas áreas y dependencias y la dificultad para examinarse a sí misma, son comparables con el deterioro en el prestigio y la presencia social de esa Universidad. Un asunto realmente menor como el de los pagos por colegiaturas (cuotas que existen sin ser cuestionadas en la mayoría de las universidades públicas del país y del mundo) fue pretexto para que la UNAM estuviera paralizada durante tanto tiempo que la pérdida de todo un año escolar fue irreversible.

   Muchos estudiantes y profesores hicieron lo posible para seguir trabajando pero los paristas se opusieron, en numerosas ocasiones con éxito, a que hubiera actividades académicas durante la huelga. En otros casos grupos de académicos y alumnos, con la colaboración empeñosa de trabajadores y funcionarios, mantuvieron proyectos docentes, de investigación y difusión, fuera de los muros de los que habían sido expulsados. En ocasiones, tomar o impartir clases "extramuros" implicaba arriesgar la integridad física. Esa perseverancia de decenas de miles de universitarios constituye el anverso de la avidez, política o mesiánica, de los paristas que secuestraron a la UNAM.

   Numéricamente pocos en comparación con la enorme cantidad de alumnos que tiene la UNAM los huelguistas fueron expresión patética, y también triste, del rencor social y el adocenamiento ideológico que padece una parte de la actual generación de jóvenes mexicanos. La intolerancia con que tomaron e impusieron sus decisiones, distinguió a su movimiento de muchas otras luchas y huelgas en la historia de la Universidad y de la sociedad mexicanas. La huelga iniciada en abril de 1999 no fue un movimiento democrático, ni popular. Todo lo contrario, se singularizó por un alevoso autoritarismo y atentó contra los compromisos sociales --y populares--  de la Universidad.

   El discurso hueco pero altisonante de los huelguistas, muchos de ellos muy jóvenes pero algunos de cuyos dirigentes no son nuevos ni inexpertos en los litigios universitarios, es una de las constataciones más palmarias del fracaso que hemos tenido en la educación de la actual generación que pasa por la Universidad. Si académicamente las dificultades de esos jóvenes para comprender sin prejuicios la realidad son perturbadoras, sus consecuencias políticas han llegado a resultar muy graves. Emplean una retórica de izquierda, pero para socavar una institución abierta a la pluralidad y la libertad como ha sido la Universidad. Dicen promover el cambio social pero, en la práctica, profundizaron el deterioro de una de las instituciones más nobles de la nación, haciéndola más inaccesible para los jóvenes de las generaciones siguientes.

   Los grupos políticos a los que se adscriben o se subordinan esos muchachos, son degeneración de la izquierda que hace un par de décadas se desarrolló en la Universidad para luego, hacer política en otros espacios de la vida pública. Son una especie de Frankensteins como, popularmente, se designa al fantoche creado por el doctor de ese nombre en la célebre novela de Mary Shelley. Ese Frankenstein secuestró a la UNAM, ante el rechazo pasivo de la mayoría de los universitarios y la indolencia inexcusable del gobierno.

 

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Este libro, reúne artículos periodísticos publicados desde poco antes de la huelga y en el transcurso de ella. La columna Sociedad y Poder que escribo para La Crónica de Hoy y la columna La Granja que aparece en el semanario etcétera, se ocuparon frecuente e incluso obsesivamente del conflicto en la Universidad Nacional. La que aparece en estas páginas, es la reseña analítica de un testigo en varios sentidos cercano --y perjudicado--  por la huelga. Aunque escritos para la prensa, estos textos estuvieron influidos por mi trabajo como investigador titular en el Instituto de Investigaciones Sociales y como profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

   Los textos que integran este libro aparecen tal y como fueron publicados, con correcciones mínimas (especialmente la incorporación de fechas y unas cuantas aclaraciones) para ubicar al lector en el momento del cual se ocupan. Los títulos de algunos de ellos fueron ligeramente modificados, o sintetizados. Agradezco la lectura previa que hizo José Carlos Castañeda para, con amabilidad, convencerme de que valía la pena rescatar estos textos de la fugacidad periodística.

 

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En este libro, junto con la convicción en la pertinencia de la reforma universitaria comenzando por asuntos tan esenciales como las cuotas, puede advertirse el desarrollo en la opinión de un observador interesado --y crecientemente contrariado-- con la huelga. En las primeras semanas, sin dejar de subrayar los despropósitos y la antidemocracia de la huelga, este autor consideraba que el uso de la fuerza era indeseable porque, antes que nada, el conflicto debía resolverse dentro de la Universidad. Paulatinamente, junto con la prolongación de esa huelga absurda presenciamos cómo la intolerancia y el rechazo al diálogo se enquistaban entre los paristas. Menudearon los delitos contra el patrimonio de la Universidad. Y sobre todo, los idas pasaban sin que se avistara solución alguna: lo único claro, era que centenares de miles de jóvenes mexicanos habían perdido un año de su vida escolar y, en muchos casos, estaban definitivamente fuera de la educación.

   El derecho de esos jóvenes a la educación, además del derecho de la Universidad a utilizar las instalaciones que la sociedad le ha confiado, hicieron pertinente la exigencia para que el gobierno federal cumpliera con su obligación de aplicar la ley. El Presidente de la República, el doctor Ernesto Zedillo, consideró que cumplir con la ley equivaldría a reprimir a los estudiantes. El trauma de 1968, como entonces pudo constatarse, afecta de manera muy variada, pero intensa, dentro y fuera del poder político.

   El Presidente no quiso entender, en su momento, que aplicar la ley no significaba un uso generalizado ni mucho menos irresponsable de la fuerza, para terminar con el secuestro de la Universidad. No quiso avivar un conflicto que a su juicio, podía desbordarse. Pero con ello, simplemente permitió que la huelga se hiciera más difícil.

   Naturalmente, el gobierno no tuvo la culpa de la huelga, como no la tuvieron tampoco los profesores y estudiantes, ni las autoridades de la UNAM. Descabellado y amargo, desde sus inicios este conflicto estaba destinado a ser un fracaso para todos. No ganarían la calidad académica (deteriorada como nunca) ni la viabilidad financiera de la empobrecida UNAM. Tampoco, los promotores de la huelga que, pertrechados en la seudoizquierda marginal, fueron repudiados por la sociedad a la que dicen reivindicar. Menos aún ganaron el gobierno de la Universidad, o el poder político nacional. Y extravían un tiempo valioso e irrecuperable, decenas de miles de jóvenes.

   ¿Qué queda de un conflicto en el que todos pierden? La necesidad de reconstruir a la Universidad. Quizá esa tarea pase por el Congreso Universitario, aunque la descomposición interna de la UNAM permite recelar de la capacidad de los universitarios para emprender una deliberación con la serenidad y las seguridades que exigiría la actualización de la estructura y las normas de esa institución. Con o sin ese evento y sin falsa exageración, puede decirse que, su reforma, es asunto de vida o muerte para la Universidad Nacional. El ensayo que aparece como último capítulo de este libro apareció inicialmente en la revista Nexos y pretende mirar a la UNAM en conflicto, pero más allá de la huelga y sin complacencias. Allí, se apuesta a una refundación de la Universidad Nacional.

   Escritos con indignación y tristeza la mayor parte de los textos que lo integran, este libro concluye con una moción de esperanza. Quién sabe. A lo mejor el secuestro que ha padecido, permite que la Universidad se mire a sí misma en el espejo de sus costosas contradicciones y logre reformarse. Quién sabe.

 

 

Raúl Trejo Delarbre

Granja de la Concepción, enero de 2000.