El sitio de Raúl Trejo Delarbre

Una agenda para los medios

Convergencia, concentración

disparidades y desconexiones

Ensayo publicado en la revista Configuraciones. No. 18, 2006.

Raúl Trejo Delarbre

   A los medios de comunicación ya no se les identifica como recurso, ni como industria, sino como problema nacional. Ese es el saldo de la ausencia de contrapesos ante la centralidad política y social que las empresas mediáticas más influyentes han adquirido en la vida pública mexicana. En parte debido a las pobrezas  y limitaciones de otros espacios –partidos, Congreso, universidades, etcétera— pero fundamentalmente a causa de la voracidad no sólo financiera sino ahora también cultural que han manifestado, los consorcios comunicacionales hace tiempo dejaron de ser medios para convertirse en los protagonistas más exigentes de la sociedad y la política en este país. A la formidable capacidad de propagación de mensajes que han alcanzado, se añade el silencio o el sometimiento de otros actores sociales y políticos. Los medios, como tanto se ha dicho desde hace años, se han erigido en jueces de la vida pública nacional pero no toleran cuestionamientos –salvo cuando son tan marginales que pasan desapercibidos por la mayoría de los ciudadanos–.

   Ningún personaje, institución ni fuerza política significativos está al margen del tribunal mediático. En todas las democracias los medios cumplen con un saludable papel de escrutinio, cotejo e incluso denuncia de los asuntos y personajes públicos. Pero cuando alcanzan un poder superior al de otros actores sociales –aunque sea debido a las omisiones y sumisiones de quienes podrían contrastar posiciones y ambiciones de las empresas de comunicación— y cuando rechazan ser sujetos de un escrutinio similar, los medios son, antes que nada, un problema para la democracia y la convivencia sociales.

 

Después de la Ley Televisa

   La Ley Televisa, discutida y aprobada durante los primeros meses de 2006, ratificó la prepotencia del consorcio comunicacional más importante y la subordinación de los poderes institucionales a ese poder mediático. La sola decisión de promover una reforma que no tenía más propósito que el beneficio de una empresa privada, permite apreciar la concepción que Televisa tiene acerca del proceso jurídico y de la legalidad en el país. Cuando decidió que la legislación que imperó durante casi cinco décadas no le ofrecía condiciones de expansión suficientes para sus negocios, ese consorcio encargó la elaboración de un proyecto de acuerdo a sus intereses.

   El hecho de que una empresa busque modificar la legalidad para ajustarla a sus proyectos de negocios no resulta inusitado. Lo verdaderamente escandaloso fue la docilidad de los legisladores –los diputados por unanimidad y después los senadores en una proporción de 2 a 1— para respaldar, sin modificar un ápice, la iniciativa que enviaron los personeros de Televisa.

   El debate que se desarrolló entre la aprobación en una y otra cámaras así como el diferendo legal que se mantuvo por varios meses –cuando varias docenas de senadores exigieron a la Suprema Corte la revocación de aquellas reformas a las leyes federales de Radio y Televisión y de Telecomunicaciones– indicó, sin embargo, que el consenso social y político de Televisa se encuentra cada vez más maltratado. Junto al incremento en el desprestigio de esa empresa pudo advertirse una deliberación más puntual acerca de aspectos específicos de la operación y la presencia pública de los medios [1].

 

Arbitrariedad y discrecionalidad

   Las características y los canales tradicionales de los medios de comunicación de masas se están renovando con tanta rapidez y contundencia técnicas que no siempre son advertidas dentro de esa discusión. El interés de Televisa para asegurar un desarrollo de la convergencia digital sin regulaciones estatales suficientes pretende no sólo una más expedita acumulación financiera sino, junto con ello, el establecimiento de un modelo tecnológico dominado por esa y otras corporaciones.

   En todo el mundo el Estado y las corporaciones mediáticas se encuentran en litigio por la regulación de las comunicaciones. Los países con democracias consolidadas han reconocido que dejar el desarrollo de los medios y las telecomunicaciones al garete del mercado implicaría que las instituciones políticas renunciaran a responsabilidades fundamentales y dejaría a los ciudadanos en condiciones de singular inermidad frente a las corporaciones mediáticas. Un documento difundido recientemente por la UNESCO identifica algunos de los motivos para que el Estado asuma la regulación de los medios: “¿Por qué se debe regular la radiodifusión? En parte porque los medios de radiodifusión pueden afectar la manera de pensar y el comportamiento de la gente de una forma muy marcada, tanto para bien como para mal. Poner riendas a su poder para que esté al servicio del proceso democrático es uno de los propósitos claves de la regulación para la radiodifusión” [2].

   El mismo documento recuerda que la regulación de los medios es necesaria para promover la cultura, defender el interés nacional, establecer normas para la publicidad y tutelar a las audiencias más desprotegidas entre otros motivos. Y más adelante precisa: “la radiodifusión utiliza el espectro y éste es un recurso público, que se asigna a los países de acuerdo con complejos acuerdos internacionales. Así, es un recurso escaso: solamente hay una cantidad limitada de espectro disponible para la radiodifusión en cada país. Y en consecuencia, como es un recurso escaso, es valioso. Incluso pensando que la radiodifusión digital está incrementando la cantidad de canales de radio y televisión que están disponibles, aún así no hay un suministro ilimitado. En consecuencia es razonable que el Estado, como propietario del espectro, establezca obligaciones para los radiodifusores que utilizan ese recurso” [3].

   Las formas de regulación en este campo son muy variadas pero en la gran mayoría de los casos, tanto en Europa como en Norteamérica, existen autoridades con capacidades para otorgar y denegar licencias de radiodifusión y telefonía, imponer sanciones cuando se infringen los lineamientos básicos y favorecer la emisión de contenidos así como propiciar coberturas que tomen en cuenta a los grupos más desfavorecidos en cada sociedad.

   Nada de eso está garantizado en México. La Ley Televisa reformó unos cuantos de los centenares de artículos que contienen las leyes federales de Radio y Televisión y de Telecomunicaciones. Pero uno de los cambios más importantes que implicó fue la asignación a la Comisión Federal de Telecomunicaciones –que ya existía aunque los mecanismos para su integración se modificaron parcialmente– de facultades para proponer al gobierno la asignación de nuevas concesiones de radio y televisión.

   Esa Comisión se encuentra supeditada al gobierno federal y sus tareas principales consisten, simplemente, en hacer propuestas para las decisiones que en ese terreno seguirán tomando el Presidente de la República y el secretario de Comunicaciones y Transportes. Además de establecer que el criterio esencial para la asignación de nuevas concesiones de radiodifusión será de carácter mercantil –lo cual contraviene el sentido social que tendría que prevalecer en la radiodifusión– esas modificaciones legales les permiten a las televisoras y radiodifusoras que ya tengan concesiones la explotación irrestricta de tales frecuencias. En muchos otros países el empleo de las frecuencias para además de señales de radiodifusión difundir servicios de telecomunicaciones –telefonía celular o conexiones a Internet por ejemplo– implica el desembolso de altas sumas de dinero. En México las empresas de radiodifusión podrán ahorrarse esas contribuciones gracias a la reforma que supedita esos pagos a la decisión que en cada caso tomen las autoridades administrativas [4].

   La Ley Televisa fue presentada como remedio a la vieja discrecionalidad que dejaba el otorgamiento de concesiones en manos de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes. Esa facultad no cambió. Peor aún, la posibilidad de que la autoridad administrativa (en este caso la propia SCT y además la Cofetel) puedan congraciarse con los consorcios de la comunicación privada es todavía mayor. No hace falta demasiada imaginación para suponer el tráfico de intereses que habrá cuando el pago por la utilización de las frecuencias de radiodifusión para difundir en ellas otros servicios esté sujeto a decisiones facultativas del gobierno.

 

Legislación estancada

   Es pertinente enfatizar en las implicaciones de la Ley Televisa porque es la única reforma a la legislación sobre los medios que se ha puesto en práctica en las últimas décadas. Y se trata, como mucho se ha insistido, de una reforma regresiva. Las exigencias que durante varias décadas presentaron distintos grupos gremiales y sociales para que las leyes destinadas a los medios reconocieran derechos básicos de los mexicanos y promovieran la diversidad de contenidos y opciones siguen siendo desatendidas por el mundo político. Peor aún, en la aprobación de la Ley Televisa se constató la reducción de la llamada clase política a los dictados de ese consorcio comunicacional.

   Las implicaciones que esa subordinación tiene para la solidez del   Estado son de la mayor gravedad. En México nunca ha existido una relación equitativa entre medios de comunicación, sociedad y poder político. Durante largo tiempo el trato entre unos y otro fue de sometimiento de las empresas comunicacionales al interés del gobierno. Y súbitamente, en el transcurso de la administración del presidente Vicente Fox, esa relación se invirtió de tal manera que el gobierno, al menos en varias de sus decisiones y actitudes principales en este campo, se ha disciplinado al interés de las empresas de comunicación. Dicho cambio perjudica a la sociedad mexicana y hace del problema de los medios el escollo más importante para la consolidación de la democracia en este país.

   La legislación que se mantiene para los medios sigue siendo notablemente atrasada. En vez de contar con una normatividad congruente y clara para los servicios de telecomunicaciones y la radiodifusión, se conservan dos ordenamientos que en algunos de sus apartados llegan a ser contradictorios a pesar de las modificaciones que implicó la Ley Televisa. Las empresas que ofrecen servicios de telefonía, por ejemplo, están obligadas a pagar muy altas cantidades de dinero por ese privilegio. Pero, en cambio, cuando una televisora quiera emplear con el mismo propósito una parte de la frecuencia que usufructúa podrá quedar exenta o pagar una cuota solamente simbólica.

   En otros aspectos la Ley Federal de Radio y Televisión conserva rezagos que padecía desde que fue aprobada en 1960 y muchos otros debido al desarrollo tecnológico de los medios y al de carácter político que ha experimentado el país. Mantener la asignación de concesiones en manos del gobierno significa un estancamiento similar al que habría si, en el plano de la competencia política, las elecciones federales las siguiera organizando la Secretaría de Gobernación.

   Peores aún son las implicaciones de la Ley de Imprenta que a comienzos de 2007 cumplirá 90 años. Hay quienes, incluso en la prensa de nuestro país, creen que esa obsoleta ley, que está imbuida de una concepción literalmente decimonónica del comportamiento de la prensa (en su calificación de las faltas a la moral, a la vida privada o al orden público) ya no se aplica. Pero la Ley de Imprenta de Venustiano Carranza es vigente y, de cuando en cuando, ha sido motivo de sentencias de cárcel o de litigios penales contra algunos periodistas y ciudadanos de otras profesiones.

   En México siguen vigentes las penas corporales para sancionar delitos de información y opinión. A comienzos de 2006 el Congreso aprobó algunas reformas a los códigos civil y penal de carácter federal con el propósito de eliminar las sanciones de cárcel para los periodistas. Sin embargo a los legisladores se les olvidó que esas condenas se mantienen en la Ley de Imprenta.

   En varias ocasiones, en el transcurso de los años recientes, el Congreso y la sociedad han dejado pasar la oportunidad de emprender una reforma integral para el régimen legal de los medios de comunicación. En todas ellas las empresas mediáticas, que preferían el mantenimiento del viejo régimen jurídico, se impusieron a los legisladores y grupos ciudadanos que proponían cambios a esos antiguos ordenamientos. A fines de 2005 Televisa promovió las reformas que hemos mencionado y que fueron aprobadas pocos meses más tarde.

 

TV digital: más para unos cuantos

   El rezago en la legislación mexicana para los medios se acentúa conforme avanzan el desarrollo tecnológico y social. La incorporación de las nuevas tecnologías que gracias a la digitalización de los contenidos y a su imbricación con las telecomunicaciones hacen más veloz, versátil, extensa y barata la propagación de mensajes de toda índole, en México ha ocurrido de manera irregular, desconcertada y supeditada única o fundamentalmente a la lógica de las grandes empresas mediáticas.

   Las reglas para la televisión digital, que significa emisiones de mucha mayor calidad pero también la ampliación hasta en cuatro o cinco veces de los canales disponibles para ese medio en el espectro radioeléctrico, fueron establecidas de manera casuística y arbitraria, en 2004, por la Secretaría de Comunicaciones y Transportes [5]. El criterio para el aprovechamiento de ese nuevo recurso fue muy simple: el gobierno acordó que a las empresas de televisión, por cada frecuencia que ya tuvieran, se les asignara otra más para que en ese espacio adicional difundieran televisión de formato digital mientras que en el que ya utilizaban deberán seguir transmitiendo señales de carácter análogo. Ese mecanismo para asignar las frecuencias digitales supone –o implica– que las únicas empresas interesadas en difundir televisión digital son aquellas que ya transmiten de manera analógica. Es decir, deja fuera a cualquier otro aspirante a incursionar en esa nueva modalidad de televisión.

   Así es como se han asignado las frecuencias de TV digital en Estados Unidos pero allá no existe la concentración de muchas estaciones en pocas empresas que padecemos en México.  Es decir, para diseñar el futuro inmediato y a mediano plazo de la televisión el gobierno mexicano copió un modelo utilizado en una realidad mediática muy distinta de la que hay en nuestro país. En Estados Unidos está prohibida la concentración de medios tal y como la hemos conocido en México. Las cadenas nacionales de televisión son cinco (y no dos como este país) y cada una de ellas afilia a centenares de estaciones que son propiedad de numerosos concesionarios locales. Aquí, en cambio, la enorme mayoría de las repetidoras y filiales de las dos cadenas de la televisión nacional son propiedad de Televisa o Azteca.

   El gobierno mexicano pudo haber utilizado otros criterios para asignar las concesiones de televisión digital. En la Gran Bretaña por ejemplo, a las empresas que ya tenían frecuencias para TV analógica se les entregó solamente una parte de los nuevos espacios; el resto se distribuyó entre empresas que hasta ahora no habían tenido oportunidad de incursionar en ese medio. Esquemas similares se han puesto en práctica en otras naciones europeas y se han discutido, a lo largo de 2006, en varias naciones de América Latina [6].

   Las reglas para la televisión digital en México imponen la permanencia de un mercado cerrado y excluyente. Las empresas que ya difunden televisión serán aquellas que incursionen, al menos en una primera etapa, en el desarrollo de ese medio. Además se trata de un modelo de digitalización que privilegia la propagación de los contenidos que ya existen en la televisión mexicana, pero transmitidos ahora con una imagen de mejor definición y no la diversidad y ampliación de opciones. En el espacio en donde hoy en día se difunde una señal de carácter analógico (por ejemplo las frecuencias de los canales 2, 4, 5, 7, 9, 11, 13, 22 y 40 en la ciudad de México) la digitalización permitirá dos opciones. La primera de ellas es la transmisión de una señal de alta definición como la que se ve en los televisores de ese tipo que recientemente comenzaron a comercializarse en nuestro país. Pero en ese mismo espacio o ancho de banda se pueden difundir varios canales (tres, cuatro o quizá cinco, de acuerdo con la potencia o el alcance que tengan) que, siendo digitales, no tendrían una imagen de alta definición.

   Las decisiones que el gobierno mexicano adoptó en 2004 y que han sido ratificadas a cada paso en el plan de digitalización de las señales de televisión implican que en ese medio haya, simplemente, más de lo mismo. En vez de elegir un sistema de televisión que permita difundir por lo menos el triple de los canales de los que se dispone ahora aunque no todos ellos sean de alta definición, las autoridades mexicanas optaron por el modelo que antepone la comercialización de las mismas señales y contenidos que de tan triste manera han distinguido a la televisión mexicana.

 

Las redes de Televisa

   Nos hemos detenido en el caso de la televisión digital porque muestra de forma clara los criterios que han prevalecido en la  definición de las políticas públicas –o, en ausencia de ellas, en las políticas establecidas por el gobierno– para los medios de comunicación en el país. Esos criterios no han contemplado la promoción de nuevos competidores en el campo de los medios electrónicos, no estimulan la innovación ni la creatividad en el diseño de contenidos, suponen que la sociedad se encuentra fundamentalmente complacida con la comunicación que ahora recibe y entienden a los medios como negocio que la estruja y casi nunca como servicio a esa misma sociedad.

   La convergencia tecnológica, que en otras latitudes está ofreciendo mayores y mejores capacidades para difundir mensajes en mayor cantidad y en ocasiones también calidad, en México ha sido solamente motivo para incrementar la presencia social y el negocio de las corporaciones que ya acaparaban la comunicación tradicional, de carácter analógico. Además del campo de la televisión, las políticas gubernamentales han seguido el mismo rumbo en otras áreas del entramado comunicacional.

   En la radio existen varias opciones para la digitalización. Las más relevantes son la que se ha desarrollado en Estados Unidos y la que ha prevalecido en Europa. También hay tecnologías de digitalización de las frecuencias de radio que se han puesto en práctica en Brasil y Japón. México debía elegir entre tales opciones que tienen diferentes niveles de calidad en la recepción de las señales pero que, sobre todo, implican la compra de equipos de distinta índole tanto para la transmisión por parte de las radiodifusoras como para la recepción por parte del público. Aunque no es una decisión difícil y a pesar de que en vista de la cercanía y las muchas interacciones con los vecinos del Norte la opción más viable parecía ser el estándar estadounidense, la SCT difirió por varios años la decisión acerca de cuál tecnología emplear para la digitalización en la radio [7].

   Las diversas modalidades de televisión de paga, por otra parte, se encuentran dominadas por una sola empresa. La televisión por cable está dispersa en docenas de pequeños proveedores que sólo pueden retransmitir las señales de la televisión abierta cuando los grandes consorcios se los permiten. En muchos otros países la incorporación a las redes de cable de las señales de TV abierta no sólo es posible sino que constituye una obligación para los proveedores de ese servicio. En México en cambio los cableros tienen que pagar por ello. En la ciudad de México y sus suburbios solamente existe una empresa de televisión de cable que es, a su vez, propiedad del consorcio Televisa.

   El círculo monopólico se cierra en la televisión satelital. La única empresa que ofrece ese servicio es Sky, que en México también es propiedad de Televisa. Así que el consumidor, si quiere ver televisión, se encuentra atrapado en las redes de dicho consorcio. Tanto para contratar señal de cable como para recibirla en una antena satelital está obligado a hacerlo con una filial de Televisa. Y si solamente quiere recibir televisión abierta de transmisión terrestre encontrará que la mayoría de los canales (en México cuatro de nueve que transmiten en las bandas de VHF y UHF) son de la misma empresa. Los servicios de televisión de paga por otros sistemas, como el de transmisión en antenas de baja frecuencia que tiene la empresa MVS, han perdido mercado y ofrecen menús de programación muy limitados.

   Casi el 25% de los hogares del país cuentan con televisión de paga –por cable, satélite o transmisión aérea codificada–. Eso significa que menos de una cuarta parte de los mexicanos tiene el privilegio de acceder a contenidos distintos de los que transmite la televisión convencional. Los canales estatales y/o culturales mantienen una tarea útil, e incluso abnegada, frente a las dos cadenas nacionales de la televisión abierta. Pero siguen constreñidos por los exiguos recursos financieros y técnicos de los que pueden disponer y, por lo tanto, mantienen audiencias acotadas por esas restricciones y por el insuficiente alcance de sus transmisiones.

 

Las redes de Telmex

   En el terreno de la transmisión de datos, que se encuentra crecientemente entrelazado con los medios de comunicación tradicionales, las definiciones de la autoridad también han sido más parsimoniosas de lo que requieren la realidad tecnológica y el desarrollo cultural y social. Concentrados por Teléfonos de México, los servicios de telefonía no han tenido contrapesos capaces de mejorar sus precios. La única competencia en esa área sigue siendo en las telefonías celular y de larga distancia. Pero aún allí, la escasa o nula exigencia de las autoridades y la inexistencia de organismos de consumidores de telefonía siguen significando tarifas altas y servicios que con frecuencia son de mala calidad. La ausencia de una política nacional para extender los servicios de telefonía ha reproducido, en este rubro, la desigualdad social que escinde al país. En 2005, mientras que en el Distrito Federal existían 27 líneas telefónicas por cada cien hogares, en Chiapas solamente había 4 [8].

   Igual que en el caso de la televisión digital, la convergencia del teléfono con la comunicación binaria no ha sido aprovechada para desarrollar nuevos contenidos sino, exclusivamente, para propagar por nuevas vías los mismos programas y mensajes que ya conoce la sociedad mexicana. El envío de señales de televisión directamente al teléfono celular podría ser un recurso para crear opciones de comunicación distintas a las ya conocidas pero, al menos hasta el verano de 2006, esos nuevos servicios solamente han sido planteados como espejos de las empresas de televisión abierta. El Estado no se ha propuesto aprovechar esos recursos comunicacionales que podrían servir, entre otros usos, como nuevas opciones de servicio y orientación.

   De manera natural aunque inconstante y desordenada –es decir, sin un proyecto estatal que hubiera podido impulsar y extender su crecimiento– Internet se ha desarrollado hasta llegar, a mediados de 2006, a quizá el 20% de la sociedad mexicana. Las cifras al respecto son tentaleantes porque en este, como en todos los campos de la comunicación, en México no disponemos de estadísticas que sean a la vez actuales, confiables y accesibles. En todo caso, no resulta demasiado aventurado considerar que uno de cada cinco mexicanos dispone de alguna forma de conexión regular a la Red de redes. El 80% que sigue sin recibir ese servicio comienza a constituir un rezago para el cual no parece haber remedio a corto ni mediano plazo.

   Sin una política nacional para Internet como las que han existido en otros países –aparte de los planes europeos o estadounidense, las estrategias informáticas de Brasil o Chile se encuentran entre las más encomiables– la Red se ha extendido en México impulsada casi exclusivamente por el interés de las empresas privadas que venden conexiones y otros servicios. También en ese plano, ha ocurrido un proceso de concentración empresarial: cada vez hay menos proveedores de servicios de enlace a la Red en tanto que los pocos que existen con presencia nacional acaparan cada vez más cuentas de conexión. Teléfonos de México, a través de su filial Prodigy, ha impulsado de manera significativa el consumo de Internet gracias a la venta a crédito de computadoras que cobra junto con el servicio telefónico. A cambio de ese servicio la empresa que ya es dominante en la telefonía desempeña el mismo papel en la conexión a la Red ofreciendo un servicio caro y no siempre de calidad.

   El precio de las conexiones de banda ancha a la Internet –es decir, de las conexiones por cableado o señal digital distintas a las que pasan por un módem telefónico– es en México varias veces mayor a lo que cuestan en la mayor parte de los países desarrollados. Mientras que en nuestro país el usuario de una conexión de velocidad media (512 kilobytes por segundo) tiene que pagar 105 dólares mensuales por ese servicio, en Bélgica una conexión similar cuesta 32 dólares. En Canadá, una conexión a velocidad seis veces mayor cuesta solamente 40 dólares [9]. Esa constituye apenas una de las varias facetas que asume en México la brecha digital y es pertinente recalcarla porque en Internet cada vez se desarrollan más espacios de comunicación que tienden a ser una alternativa frente a las costumbres y los contenidos de los medios convencionales.

   La televisión o la radio en Internet, o la apropiación de audios y videos de cualquier índole, son parte de las nuevas formas de quehacer cultural en el mundo. Los mexicanos no han sido ajenos a ellas. Especialmente entre los jóvenes de las principales ciudades, los usos creativos de la Red comienzan a generar usos comunicacionales distintos a los ya conocidos. Pero con costos altos como los que han seguido existiendo en México la Internet de banda ancha, que es en la que se pueden tener esas formas de apropiación y creación de contenidos, será solamente para unos cuantos o crecerá con lentitud.

   En México, a precios de mediados de 2006, una familia que quisiera tener Internet de banda ancha, televisión por cable y una línea telefónica debía pagar una cuenta mensual de aproximadamente 215 dólares. En Francia el mismo servicio pero de mejor calidad técnica cuesta menos de 30 dólares.

 

Conectados y desconectados

   El México del 25% que tiene acceso a docenas de canales de televisión y al ilimitado universo de contenidos, información e interactividad que hay en Internet se aparta cada vez más del México del 75% que, para entretenerse y enterarse, solamente cuenta con los medios convencionales y de difusión abierta. El México del 25% puede, si quiere, mirar noticieros de otros países, navegar por sitios de la más diversa índole y consumir películas que elige en un menú con varias docenas o centenares de opciones. El México del 75% solamente dispone de los noticieros de Televisa y Azteca, o de las emisoras nacionales y locales de radiodifusión, así como del manido entretenimiento que difunden esas empresas. El primero, suele ser el México que además lee periódicos y compra revistas. El otro está poco identificado con la comunicación impresa.

   Seguramente esa cuarta parte crecerá en 5 o 10 puntos porcentuales más durante los siguientes años. Pero no hay elementos que permitan anticipar un mayor incremento de los mexicanos con acceso a la información y el entretenimiento de paga. El hecho de que 30% o quizá un poco más de la población disponga de recursos financieros e infraestructura tecnológica para asomarse a realidades y contenidos más variados y versátiles que los que ofrecen los medios nacionales de propagación abierta será, desde luego, un avance. Pero las insuficiencias de ese adelanto no dejan de ser inquietantes. Por mucho que aumenten, los mexicanos con acceso a Internet y a la televisión de paga no se duplicarán en el mediano plazo y, aún así, seguirían siendo menos que aquellos cuyo consumo cultural es más limitado.

   No es exagerado considerar que esa fisura en las opciones de información, entretenimiento e intercambio de experiencias tiende a solidificar la existencia de dos segmentos que mantendrán concepciones del país y del mundo diferentes. El México del acceso a las redes informáticas y a los recursos digitales será más contemporáneo de su propio tiempo, con una visión inevitablemente más global y menos ensimismada. El México de Televisa –así lo podemos llamar puesto que esa ha sido y es previsible que siga siendo su principal fuente de insumos culturales en el sentido más amplio del término– tendrá concepciones más pobres de la información, la diversión, la educación y la vida mismas.

   La brecha entre unos mexicanos y otros no depende únicamente de su capacidad financiera. Aquellos que cuentan con canales y conexiones no necesariamente se apartan de los cartabones culturales e ideológicos que tienden a propagar las televisoras mexicanas. No basta con estar suscrito a Sky o tener Internet de banda ancha para ejercer un consumo culturalmente pleno. Y por otra parte no hay que desestimar los esfuerzos de quienes, sin contar con equipamiento o conexiones suficientes, son cibernautas frecuentes porque asisten a los cibercafés o en sus lugares de trabajo o estudio. También es preciso tomar en cuenta los sucedáneos y complementos que muchos ciudadanos encuentran para respaldar su consumo cultural. Aunque pueda ser cuestionable, el apoderamiento ilegal de señales de televisión por cable o satelitales sigue siendo una forma de ampliar el acceso a ese medio por parte de ciudadanos que no pagan por tales servicios y que, por lo tanto, no están inventariados en las estadísticas. Y la piratería como la denominan las empresas fabricantes de discos compactos y DVDs, o la apropiación de productos culturales como también se le podría llamar si se prescindiera de sus implicaciones judiciales también complementa, con secuelas que no han sido estudiadas, el consumo mediático de la población.

   En nuestro país no hay indagaciones puntuales al respecto pero en todo el mundo la gente se aparta cada vez más de la televisión para destinar mayor tiempo a las películas o la música que alquila u obtiene a bajos precios o incluso de manera gratuita. Así que la brecha cultural entre los mexicanos está relacionada con la capacidad económica pero no se encuentra del todo condicionada por ella. El México del 25% o 30% con acceso a productos culturales variados y no necesariamente dependientes de Televisa está conformado por ciudadanos de capacidad adquisitiva suficiente para pagar tales servicios pero, también, por aquellos que se las ingenian para lograr un acercamiento aunque sea esporádico a esos canales y contenidos.

 

Concentración y espacio público

   En la medida en que cuentan con más opciones de información y entretenimiento los ciudadanos, en ese plano, están en mejores condiciones de ejercer su libertad como consumidores culturales. Por eso la concentración de muchos canales en pocas manos, además de los efectos económicos y políticos que alcanza, tiene como consecuencia el empobrecimiento de la vida ciudadana.

   En todo el mundo las corporaciones mediáticas alcanzan mayor poder y controlan cada vez más recursos comunicacionales. Uno de los más destacados especialistas españoles en el estudio de los medios ha explicado que entre los rasgos recientes en las industrias culturales se encuentra: “Un avance rápido de la concentración no sólo en torno a los grupos multinacionales sino también a las mayores empresas de cada mercado nacional (con frecuentes alianzas entre ambos), que se ha verificado en todas las vías posibles (integración vertical, diversificación horizontal y multimedia) y en todos los mercados desarrollados hasta tamaños que multiplican por muchas veces a los detectados (con alarma) en los años setenta. Aunque ese crecimiento aventurero no ha dejado de mostrar los pies de barro de muchos gigantes, con derrumbamientos en bolsa, endeudamientos desmesurados e incluso apresurados desmantelamientos (como Vivendi)” [10].

   El profesor Enrique Bustamante se refiere a la crisis que en 2002 se develó en el conglomerado mediático Vivendi, de origen francés que había crecido desmesuradamente a fuerza de comprar empresas de ese ramo a precios superiores a su valor real. Junto con tales tropiezos, la concentración de medios prosigue con tendencias como las que también señala ese autor. En México Televisa, como es sabido, tiene presencia en los más diversos espectáculos y no solamente en la televisión. Pero quizá su capacidad de influencia mediática, cultural y política llegue a confrontarse con Teléfonos de México y otras firmas del Grupo Carso, propiedad del empresario Carlos Slim.

   Durante largo tiempo Televisa y Telmex-Carso han podido avanzar por cauces diferentes e incluso han compartido la propiedad de algunas empresas. Televisa se ha dedicado al entretenimiento y Telmex a la telefonía. Sin embargo la convergencia tecnológica propicia la amalgama de ambos tipos de negocio. Como apuntamos antes las televisoras obtienen la posibilidad de difundir, además de los contenidos que tradicionalmente han transmitido, señales de telefonía e Internet. Y las compañías telefónicas, que cuentan con extensas redes de cableado en fibra óptica, están en capacidad no sólo de conducir servicios telefónicos sino, junto con ello, canales de televisión.

   Así que la digitalización tendrá, entre otras consecuencias, una nueva combinación de opciones para dichas empresas. Telmex-Carso adquirirá una nueva centralidad, ahora en el terreno de los medios de comunicación. Para los ciudadanos tendrían que ser del mayor interés las decisiones corporativas (alianzas, división de tareas, escisiones o reencuentros, etcétera) que tomen esas firmas porque de ellas dependerán, en alguna medida las opciones de comunicación en México. Y nunca hay que descartar la posibilidad de que esas u otras empresas del área comunicacional experimenten tropiezos financieros, organizativos, políticos, jurídicos e incluso éticos como los que recientemente han hecho añicos a corporaciones de distintas ramas.

   Por lo pronto, los procesos de fusión y centralización mediáticas están teniendo secuelas ominosas en muy diversas áreas del entramado comunicacional. En el campo de la prensa escrita, por ejemplo, desde los últimos años de la década de los 90 se aprecia un proceso de creación o absorción de diarios locales por parte de consorcios manejados desde la ciudad de México o Monterrey. Los grupos Reforma y Multimedios y en menor medida los diarios El Universal, El Financiero y La Jornada, se han convertido en ejes alimentadores del contenido de numerosos periódicos en los estados. Esa concentración les confiere mayor influencia nacional y respaldo empresarial a tales grupos, pero en detrimento de la diversidad y de los rasgos locales en buena parte de la prensa de los estados. Y desde luego, en el caso de los medios electrónicos la concentración de emisoras, frecuencias y contenidos en unos cuantos grupos televisivos y radiofónicos tiende a socavar la variedad de enfoques y programas locales que habría en todo el país de no ser por ese acaparamiento empresarial.

   Los efectos de la concentración mediática en la vida pública y por lo tanto en el socavamiento de la democracia han sido advertidos en numerosas circunstancias nacionales. Por eso una de las constantes en la legislación para los medios y las telecomunicaciones, en prácticamente todos los países desarrollados, es el establecimiento de límites a la propiedad de empresas de ese ramo. La profesora argentina Ana Fiol, con razón, ha subrayado: “es innegable la relación entre hegemonía cultural (reproducida/fortalecida por la concentración de medios en pocas manos y estas manos además vinculadas a los grandes negocios nacionales y a la economía global, es decir, menos voces y más vinculadas al poder hegemónico) y la contracción de la esfera pública.  Eso significa menos espacios para buscar y discutir problemas comunes, supone la invisibilización, banalización u hostigamiento de grupos sociales enteros y de sus problemas (negación de derechos básicos, pobreza, marginalidad), tanto como la alienación de las clases populares de decisiones que les conciernen” [11] .

   La concentración de medios de comunicación tiene efectos directamente proporcionales al estrechamiento del espacio público. Mientras mayor es el acaparamiento de muchos medios en pocas manos, menor resulta la flexibilidad, la hospitalidad y desde luego la amplitud de la esfera pública. Por eso la acumulación mediática exige regulaciones por parte del Estado y, por parte de la sociedad, contrapesos y contextos de exigencia. Los medios de carácter público pueden contribuir a equilibrar, o al menos a mitigar, el poder de las corporaciones privadas en el campo de la comunicación pero no bastan para ello. Para contrapesar la presencia –que en México a menudo se traduce en prepotencia y soberbia– de las corporaciones mediáticas, hacen falta decisión de legisladores y partidos, auténtica vocación de gobierno por parte de los encargados de la administración pública y sobre todo que en la sociedad se desarrolle una actitud escrupulosa y analítica respecto de los medios.

   Algunas de esas corporaciones posiblemente tienen o tendrán pies de barro. Pero mientras se desmoronan, si es que eso llega a suceder, será preciso que sociedad y Estado construyan espacios para deliberar y proponer acerca de dicho poder mediático. En los siguientes años presenciaremos el surgimiento de corrientes ciudadanas, organismos sociales y observatorios que tendrán, como principal o exclusiva preocupación, el escrutinio de los medios de comunicación. Quizá entonces, además de reconocerlos como problema, a los medios se les comience a entender como recursos –de comunicación, socialización, propagación de ideas e informaciones de la más variada índole–. Entonces, sociedad y Estado advertirán los saldos de la escandalosa indolencia que han mantenido respecto de los medios de comunicación.

 

Granja de la Concepción, D.F., junio de 2006.

 

--0--


 

[1] Sobre la Ley Televisa y ese proceso de discusión pueden verse, entre otros materiales, nuestros artículos “Televisa y el pensamiento único”:

https://raultrejo.tripod.com/RTD%20AMIC%20UNAM%20febrero%2006.htm; “Después de la Ley Televisa” en Zócalo número 74, abril de 2006 y “Ley Televisa, pobre en argumentos y base social” en Revista Mexicana de Comunicación número 98, abril-mayo de 2006.

 

[2] Eve Salomon, Guidelines for Broadcasting Regulation. UNESCO y Commonwealth Broadcasting Association, 2006.

 

[3] Ibid.

[4] A mediados de 2006 Televisa dispone de 258 estaciones de televisión en todo el país y otros tantos “canales espejo” que, como se verá más adelante, le fueron asignados para transmisiones en formato digital. Cada una de esas frecuencias para televisión ocupa un espacio de 6 megahertz. De esa manera tenemos que dicha empresa detenta frecuencias por 3096 megahertz. No hay un precio único para el costo de cada frecuencia pero se puede recordar que, en 1998, la subasta de espectro radioeléctrico entre las empresas que aspiraban a ofrecer servicios de telefonía celular en el Valle de México colocó en 5 millones de dólares el precio de un megahertz en esa región del país. Seguramente no todos los megahertz que ejerce Televisa tienen ese precio pero no es aventurado decir que el espectro radioeléctrico que le ha sido concesionado a esa empresa tiene un costo de varios miles de millones de dólares.

[5] “Acuerdo por el que se adopta el estándar tecnológico de televisión digital terrestre y se establece la política para la transición a la televisión digital terrestre en México”. Diario Oficial de la Federación, 2 de julio de 2004.

 

[6] Hernan Galperin, New Television, Old Politics. The Transition to Digital TV in the United States and Britain. Cambridge University Press, 2004.

[7] Norma Patricia Maldonado Reynoso La transmisión radiofónica digital:  perspectivas mundiales y el caso mexicano. Tesis en curso en el Doctorado en Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, 2006.

[8] Enrique Quibrera, De coberturas y servicios: función y discurso de la infraestructura telefónica en México en 2005. Posgrado en Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, 2005, fotocopia.

[9] Datos a partir de información de la OCDE y presentados en nuestro libro Viviendo en El Aleph. La Sociedad de la Información y sus laberintos. Gedisa, Barcelona, 2006, pp. 53 y ss.

[10] Enrique Bustamante, “Políticas de comunicación y cultura: nuevas necesidades estratégicas”, en César Bolaño, Guillermo Mastrini y Francisco Sierra, editores, Economía política, comunicación y conocimiento. Una perspectiva crítica latinoamericana. Junta de Andalucía y La Crujía Ediciones, Buenos Aires, 2005, pp. 259-260.

[11] Ana Fiol, “Propiedad y acceso a los medios de comunicación en el mundo”, Chasqui 74, Quito, junio de 2001. Negritas en el original.