El sitio de Raúl Trejo Delarbre

 

Medios: el nuevo poder real

ante el Estado mexicano

 Raúl Trejo Delarbre [1]

 Ensayo publicado en Alberto Aziz Nassif y Jorge Alonso Sánchez, “Sociedad civil y diversidad”, Tomo III de El Estado mexicano: herencias y cambios. CIESAS y Miguel Angel Porrúa, México, 2005, pp. 141-166.

    1. Las peores herencias. En el plano de los medios de comunicación México ha padecido las peores herencias. El sistema comunicacional singularizado por el acaparamiento de muchos medios en pocas manos y que fue parte de los activos políticos del régimen anterior, se ha mantenido con mayor discrecionalidad que nunca. El régimen legal para los medios ha seguido siendo atrasado y autoritario; se conservan, para la prensa, normas establecidas en 1917 y para los medios electrónicos una legislación que al comenzar el nuevo siglo cumplía cuatro décadas. En los años recientes, cuando han existido cambios en el trato entre medios, Estado y sociedad, han sido contradictorios y en algunos casos regresivos.

   La relación de dependencia que existía entre el poder político y los medios se ha invertido. La proverbial subordinación que la mayor parte de los medios experimentaba respecto del gobierno y muchas de las instituciones estatales y que se mantuvo al menos desde el comienzo de la década de los años 50 y hasta ya entrada la década de los 90 del siglo XX, se ha modificado drásticamente. Puede decirse que, en el nuevo milenio, el poder político en México se encuentra supeditado al beneplácito de los medios. No hay iniciativa política, proyecto de ley o personaje público que puedan prosperar en la sociedad y el mundo político mexicanos si no es gracias a la exposición que alcancen en los medios de comunicación más influyentes. La misma situación se aprecia en el trato entre poder político y medios en otros países. En México, sin embargo, la subordinación de la política institucional a la hegemonía de las empresas de comunicación de masas resulta más acentuada debido a la concentración de la propiedad de los medios electrónicos, la dispersión y la debilidad de la prensa escrita, la ausencia de mecanismos legales capaces de propiciar la responsabilidad social de los medios, la casi absoluta inexistencia de normas de carácter ético y la ausencia, en la sociedad, de una educación crítica respecto de los medios.

 

   2. Concentración. El desinterés que desde la primera mitad del siglo XX singularizó la actitud del Estado hacia los medios de comunicación electrónica impidió que en México, a diferencia de otros países, tuviéramos sistemas de radio y televisión públicos capaces de hacer contrapeso a la radiodifusión de carácter comercial. La gestión por parte de empresas privadas de los espacios destinados a la televisión y la radio no significó el desarrollo de opciones diversas, que pudieran representar la pluralidad de la sociedad mexicana, porque la mayor parte de las frecuencias acabaron acaparadas por unas cuantas familias.

   Para el 2000 en México existían mil 146 estaciones de radio concesionadas –es decir, manejadas por empresas privadas en virtud de una autorización del gobierno federal–. De todas ellas, se estimaba que más de la mitad eran propiedad o afiliadas de nueve grupos empresariales. Eso significa que la mayoría de las opciones en materia de entretenimiento e información en la radio mexicana dependen de los enfoques e intereses de esos nueve grupos [2]. Los más grandes son Radiorama y ACIR que acaparan a casi la tercera parte de las radiodifusoras comerciales en México. Les siguen los grupos Radiocima, Sociedad Mexicana de Radio, Promosat de México, MVS Radio, Organización Radio Fórmula, Multimedios Estrellas de Oro y Radio S.A.

   La concentración es notablemente mayor en el caso de la televisión. De 461 estaciones concesionadas para ese medio, más del 80% son propiedad o afiliadas del consorcio Televisa. Otro 13% se encuentra en manos de Televisión Azteca. Además del 93% de las frecuencias, Televisa y TV Azteca concentran más del 90% de la inversión publicitaria y de las audiencias de la televisión mexicana.

   Esa concentración de los medios electrónicos en México resulta inusitada si se le compara con parámetros internacionales. En la mayoría de los países con economías desarrolladas y sociedades atentas a la importancia de los medios existen límites para que una empresa tenga más de un porcentaje determinado de presencia en la radiodifusión. En Estados Unidos, por ejemplo, un grupo no puede controlar televisoras que lleguen a más del 35% de la audiencia nacional. En Italia está prohibido que una entidad tenga más del 20% de las frecuencias disponibles. En Alemania una televisora no puede alcanzar una audiencia anual de más del 30%. En Francia ninguna entidad puede poseer más del 49% de las acciones de una empresa de radiodifusión nacional. Podrían enumerarse docenas de casos de las más variadas latitudes. En México no existe restricción alguna para la propiedad de estaciones de televisión y radio. Ese descuido de la sociedad y el Estado ha permitido que en los medios electrónicos las opciones sean unas cuantas y casi siempre similares, con escasa creatividad y en demérito de la diversidad política.

 

   3. Audiencias. En México, según el Censo General de 2000, el 84.8% de los hogares tenía receptor de radio y el 85.6% contaba con televisor [3]. De estos últimos, casi 8.5 de cada 10 estaban habilitados solamente para recibir señales de televisión abierta [4]. Es decir, la gran mayoría de los mexicanos depende, de manera fundamental, de la programación que ofrecen Televisa y Azteca como fuentes de entretenimiento e información. Aunque apreciable a simple vista, no hay datos suficientes para conocer las dimensiones de la presencia que la televisión tiene en la vida diaria y en las concepciones que los mexicanos se forman de su país y del mundo.

   En nuestro país no existen estudios nacionales de audiencias y mucho menos tenemos indagaciones acerca de los efectos sociales y culturales de los medios. Las estimaciones de la cantidad de personas que presencian o escuchan un programa suelen tomar en cuenta, cuando mucho, muestras en las principales ciudades y no a la población nacional. Con datos de esa índole, de cualquier manera se puede documentar la pobreza conceptual, dramática y argumental de la mayor parte de los programas de mayor audiencia.

   En un estudio que solamente considera 27 ciudades mexicanas, en las cuales hay cerca de 38 millones de habitantes y en donde se encuentra el 45% de los aparatos televisores [5], el programa de televisión más visto en diciembre de 2003 fue la serie cómica “La casa de la risa” del canal 2 de Televisa, que pudo haber sido presenciada por 9 millones 10 mil personas, en números redondos [6]. El segundo programa de mayor audiencia, sintonizado en hogares en los que hay un total de 8 millones 820 mil telespectadores, fue la telenovela “Mariana de la noche”. En el mismo canal, el tercer sitio lo ocupó “La Jaula” que llegó a hogares con 8 millones 355 mil personas. El programa de mayor audiencia en el último mes de 2003 en el Canal 5 fue la película “El Grinch”, con 7 millones 71 mil personas potenciales. En los canales de Televisión Azteca el rating más alto lo tuvo, en el Canal 7, la película “Mulán” con 6 millones 767 mil personas. Es importante recordar que esas cifras están calculadas a partir de una muestra que no toma en cuenta al 60% de la población mexicana y representan a los mexicanos que viven en los hogares en los cuales había televisores sintonizados en esos canales [7]

   A partir de la misma fuente puede decirse que, en 2003, los programas de mayor audiencia en la televisión mexicana fueron las telenovelas “Las vías del amor” y “Amor real” que en los meses de junio y octubre registraron ratings de 35.1 puntos. Eso significa que fueron vistas en hogares en donde, en total, viven 13 millones 344 mil personas dentro de una muestra que toma en cuenta al 40% de la población. Ambas telenovelas fueron transmitidas por la cadena nacional encabezada por el Canal 2 de Televisa.

   Esos datos, que es conveniente tomar solo como parámetros de las preferencias de los televidentes mexicanos y no en sus cifras absolutas, confirman que la existencia de pocas opciones conduce a elegir programas de géneros y calidad muy similares. Telenovelas de previsible contenido argumental y pobre estructura dramática, así como  programas de comicidad ordinaria, acaparan las inclinaciones de los mexicanos cuando miran la televisión.

 

   4. Contenidos. Todos conocemos la programación de la televisión mexicana. Sin embargo un acercamiento cuantitativo es útil como punto de partida en cualquier reflexión acerca de su calidad. Una investigación del Tecnológico de Monterrey dirigida en 1999 por el doctor José Carlos Lozano encontró que, en las dos principales cadenas de cada una de las dos empresas de la televisión nacional, los géneros que ocupaban más tiempo de transmisión eran los dibujos animados con el 19%, las películas con 16%, los programas de magazine con 12% y los noticieros, 9%. Esos datos corresponden al tiempo total, de 6 a 24 horas, en las cadenas encabezadas por los canales 2, 5 de Televisa, así como  7 y 13  de Televisión Azteca [8].

   Organizados por canales, los programas que ocupaban más tiempo en el canal 2 eran los de magazine (noticias, entrevistas y música) con 28%, telenovelas con 19% y películas el 12%. En el canal 5 las series más presentes fueron de dibujos animados con 59% y películas, con 24%. El Canal 7 destinó a los dibujos animados  el 14% de todo su tiempo de transmisión –dentro del horario investigado–, el 13% a películas y el 11% a series infantiles. El Canal 13, el 21% a noticieros, el 18% a telenovelas y el 14% a películas.

   Los datos anteriores adquieren matices interesantes cuando se examina cuáles de esos géneros son los que prefieren explotar las televisoras en los horarios de mayor audiencia, denominados AAA. En esos segmentos, los géneros televisivos a los que dichos canales dedicaron más tiempo fueron los siguientes. Canal 2: telenovelas 41%;  noticieros 12%; musicales 12%. Canal 5: películas 36%; dibujos animados 26% y series de acción, 12%. Canal 7: películas, 27%; series de acción 16% y dibujos animados, 11%. Canal 13: telenovelas 43%, noticieros 17% y musicales, 11%. En promedio en el horario de mayor audiencia en la televisión mexicana –de 7 a 12 de la noche– hubo un 22% de telenovelas, 19% de películas y 9% de dibujos animados 9%.

   De acuerdo con el mismo estudio, el 61% de la programación de esos cuatro canales nacionales estuvo producido en México. El 31% era de origen estadounidense. El 5% provenía de Japón. Apenas el 2% era de otros países de América Latina y solamente el 0.40% de Europa.

 

   5. Política en los medios. La prensa escrita fue precursora de la apertura política que, aunque con limitaciones, se puede apreciar hoy en los medios electrónicos. Aunque el financiamiento de prácticamente todos los diarios y revistas mexicanos ha seguido dependiendo en una medida muy importante de la publicidad que contratan el gobierno federal y otras dependencias e instituciones estatales, desde comienzos de los años 90 era notorio que había un viraje en la cobertura –antaño unilateral y profundamente dependiente de los dictados oficiales– que algunos de los periódicos más importantes hacían de los acontecimientos políticos.

   En las campañas presidenciales de 1988 los diarios de la ciudad de México, evaluados en una muestra que midió los espacios de media docena de ellos, destinaron el 55% de su información acerca de elecciones a la campaña del Partido Revolucionario Institucional, el 24% a la campaña del Frente Democrático Nacional y apenas 12% a la del Partido Acción Nacional.

   Tres años más tarde, en las elecciones federales de 1991, una indagación similar encontró que el espacio para las campañas del PRI había descendido al 44% y la cobertura acerca de las actividades del PAN llegó al 22%, en tanto que la que recibió el Partido de la Revolución Democrática fue de 23%.

   En las elecciones presidenciales de 1994 la prensa escrita le dio el 42% de sus espacios al PRI, pero en los comicios de 1997 solamente el 27%. El PAN tuvo, respectivamente, el 12 y el 25%. El PRD, 21% y 27%

   En nueve años, la cobertura a las campañas del Revolucionario Institucional disminuyó a la mitad del espacio que ocupaba en 1988. Del 55% que los diarios estudiados le dieron a ese partido, el PRI pasó a ocupar el 27%. El PAN ganó del 12%, a más del 25%. Las fuerzas políticas representadas en el PRD conservaron alrededor del 25% de la información sobre campañas electorales en los diarios [9].

   En la televisión mexicana esa variación ha sido notablemente más drástica. En 1988 los dos noticieros más importantes –uno de Televisa y el otro de TV Azteca­– le dieron a la campaña presidencial del PRI el 92% de sus espacios. Seis años después ese partido, en las elecciones presidenciales de 1994, obtenía apenas un poco más de la tercera parte, el 32% de ese espacio. Y en las elecciones de 2000 el PRI recibió el 28% de los minutos destinados a información electoral en los noticieros emblemáticos de cada una de las dos cadenas nacionales.

   La cobertura a la información televisiva acerca del PAN creció de 3.5% en 1988, a 17% en 1994 y 30.7% en 2000. El candidato del FDN que en 1988 tuvo menos del 4% en esos noticieros recibió, ya postulado por el PRD, el 19% en 1994 y el 23% de tales espacios televisivos en 2000.

   Esa diversidad política en la cobertura de las noticias ha estado acompañada de un comportamiento editorial variado, heterodoxo y pocas veces plural por parte de la prensa mexicana. Si los medios han cambiado en la atención que brindan a los asuntos políticos y a sus protagonistas, no ha sido porque los haya asaltado un repentino arrebato democrático sino porque han reconocido que la apertura editorial les resulta conveniente, lo mismo para mantener sus audiencias que, por lo tanto, para nutrir sus pautas publicitarias. El poder presidencial, que antaño influía en decisiones editoriales y en la programación de las televisoras privadas, dejó de tener la fuerza de otros tiempos.

   La competitividad de otras opciones políticas fue entendida por las televisoras incluso antes de que se condujera al desplazamiento del PRI en la Presidencia de la República. En 1997 el noticiero 24 Horas, de Televisa, destinó a la campaña del PRD –en la que destacaba la postulación de Cuauhtémoc Cárdenas para el gobierno de la ciudad de México– el 28.6% de sus espacios para información de partidos y solamente 16.8% a las campañas del PRI –el PAN recibió el 26.2%­–. Televisión Azteca, por su parte, privilegió en 2000 la campaña presidencial de Vicente Fox: le concedió en su principal noticiero el 33.1% de su espacio para campañas en tanto que el PRI recibió el 30.7% y el PRD –a la cabeza de la Alianza por México– el 22.7%. En términos más simples: en 1997 Televisa fue precozmente perredista y en 2000 Televisión Azteca decidió respaldar la campaña de Vicente Fox.

   Los tiempos cambian, la política experimenta transformaciones, por la escena pública transitan nuevas siglas, nombres y compromisos, pero los negocios no dejan de ser –precisamente– negocios. En 1993 el dueño de Televisa, Emilio Azcárraga Milmo, encontraba perfectamente natural definirse como “soldado del PRI”. Menos de una década más tarde su hijo, a cargo ahora de ese consorcio, declaraba que, para Televisa, “la democracia es un buen negocio”.

 

   6. Los partidos como clientes. La enorme capacidad de propagación que tienen los mensajes mediáticos, la atención cotidiana que les brindan los ciudadanos y la ausencia de contrapesos eficaces a la desmedida influencia de las empresas de comunicación, han tenido como consecuencia un realineamiento de las fuerzas reales y formales en el entramado político mexicano. Debilitado el gobierno a causa de la solidificación de otras fuentes de poder pero también a sus propias insuficiencias, disminuido el Estado debido a políticas explícitas de las administraciones que gobernaron al país a partir de los años ochenta y con una sociedad aun desarticulada, sin organizaciones capaces de representarla cabal y extensamente, los medios de comunicación han adquirido una supremacía casi absoluta. Sus propietarios orientan –cuando no condicionan o distorsionan– la agenda de los asuntos nacionales, erigen o destruyen famas y presencias públicas, imponen o proscriben modas, costumbres y en ocasiones incluso convicciones. Su capacidad de influencia no es irrestricta porque siempre está determinada por el contexto en que se desenvuelven los acontecimientos sobre los que pretenden intervenir. Pero indudablemente los medios, especialmente aquellos de carácter electrónico, constituyen espacios ineludibles para cualquier personaje o institución que pretendan ganar presencia en la sociedad mexicana.

   El poder político formal se ha allanado a la potestad de los medios. El gobierno, en especial durante la administración del presidente Vicente Fox, ha querido encontrar tantas complicidades con las empresas de radiodifusión que ha terminado admitiendo, como propios, sus intereses y prioridades. Los legisladores se han resistido a actualizar el marco jurídico de la televisión y la radio por temor a desatar el disgusto de los propietarios de tales medios, que se benefician con el atraso de ese régimen legal. Los partidos políticos temen exigir rectificaciones cuando se tergiversa la información acerca de sus actividades o dirigentes. La mediocracia, como le hemos denominado en otro sitio, ha doblegado a las fuerzas políticas y a las instituciones más significativas de nuestro país.

   Los partidos y la política en general más que en fuente de información se están convirtiendo, para los medios, en clientes importantes. Del presupuesto de los partidos, que en México se nutre fundamentalmente con recursos fiscales, un porcentaje cada vez mayor se destina a comprar publicidad política en medios, especialmente en la televisión y la radio. En 2003, cuando hubo elecciones federales intermedias, de aproximadamente 5 mil millones de pesos de los que dispondrían los partidos, se estimaba que más del 60% sería destinado a esos gastos.

   Solo hasta que, en el transcurso de 2004, los partidos hayan informado al Instituto Federal Electoral el detalle de sus gastos de campaña, se conocerá con precisión el monto que tuvo en esas elecciones la compra de publicidad política. Muy posiblemente se confirmará la tendencia ascendente que esa partida tiene en sus contabilidades. Gracias a una investigación del especialista Luis Emilio Giménez Cacho se ha podido documentar ese incremento [10]. El Partido Acción Nacional, que en 1994 destinó a la compra de espacios en los medios el 30.2% de su presupuesto, llevó hasta el 65.1% ese gasto en 1997 y lo redujo a 52.5% en 2000. El PRI gastó en publicidad mediática, en esos años de elecciones, respectivamente, 14.6%, 59.4% y 63.5% de todos sus recursos financieros.

   Esos datos registran los gastos documentados oficialmente. La disposición de recursos no legales, que tanto el PRI como el PAN obtuvieron para la campaña presidencial de 2000 y que les merecieron fuertes sanciones impuestas por la autoridad electoral, no está incluida en esas contabilidades. El PRD gastó en 1994 solamente el 1.2% de su presupuesto en la compra de espacios en los medios. En 1997 ese rubro ascendió al 43.2% de su presupuesto y en 2000 fue del 41.7%.

   En 2000, de acuerdo con la misma fuente y calculados en pesos de 2002, los partidos gastaron mil 314.4 millones de pesos en radio y televisión. En 1997 ese gasto, ponderado de la misma manera, había sido de mil 93 millones de pesos y en 1994 solamente de 378.2 millones de pesos.

   Los gastos oficialmente reportados en espacios de radiodifusión durante 2000 se distribuyeron de la siguiente manera. El PRI gastó 638.3 millones de pesos, el PAN aliado con el Partido Verde 394 millones de pesos y la alianza electoral encabezada por el PRD 263.5 millones de pesos.

   El peso del gasto publicitario de los partidos puede aquilatarse si se le compara con el resto de los ingresos que obtienen los medios de comunicación por venta de espacios a sus anunciantes. En 2000 el total de la publicidad privada en los medios de comunicación mexicanos fue ligeramente superior a 22 mil millones de pesos [11]. En contraste con los más de 1300 mdp que gastaron los partidos, es posible apreciar la relevancia que la política tiene como fuente de ingresos para los medios.

    La capacidad financiera de los partidos para contratar espacios en los medios y el evidente interés de las empresas de comunicación para asegurar la facturación de publicidad política se ha convertido en un nuevo elemento, importantísimo, en la relación entre ambos interlocutores. Al mirarlos como clientes, es posible que los medios suavicen sus críticas a los partidos que consideren mejores compradores de espacios publicitarios. Pero también hay probabilidades de que, para afianzar la venta de publicidad, algunos medios acudan a recursos característicos de la vieja política mexicana.

 

   7. Publicidad, política y presiones. Durante largo tiempo, como es bien sabido, el trato entre casi toda la prensa escrita y el gobierno mexicano estuvo determinado por el respaldo financiero que las autoridades otorgaban a periodistas, diarios y revistas. La publicidad oficial era contratada con el propósito de respaldar a publicaciones y periodistas afines a los puntos de vista del gobierno, más que para informar a los ciudadanos acerca de las acciones del gobierno. Sin que haya desaparecido del todo, esa relación que alguna vez calificamos como perversa ha adquirido nuevas modalidades.

   La creciente independencia de algunas de las publicaciones más profesionales y la necesidad que han tenido para tomar distancia respecto del gobierno con el propósito de conservar o ganar la confianza de sus públicos, han propiciado que cada vez más diarios y revistas busquen subsistir con recursos derivados de la venta de ejemplares y de la publicidad privada. Al mismo tiempo, la decisión del gobierno para anular o al menos atenuar la vieja relación con la prensa, así como las restricciones presupuestarias que el Estado y el país padecieron especialmente en la segunda mitad de los años 90, se conjugaron para reducir aquella discrecionalidad.

   Anunciada desde el sexenio del presidente Carlos Salinas, esa política hacia la prensa se puso en práctica de manera más extensa en la administración de Ernesto Zedillo. Eso no implica que muchos medios, especialmente impresos, hayan dejado de depender del Estado. El principal cambio ha radicado en la disminución de la presencia del gobierno federal como anunciante. Sin embargo otras instituciones, desde la mayoría de los gobiernos estatales hasta poderes como el Congreso y entidades entre las que se cuentan las principales universidades públicas, han ocupado los espacios y en buena medida las funciones patrocinadoras que antaño correspondían al gobierno federal.

   Al menos entre los años 60 y hasta la mitad de los 90 del reciente siglo, las finanzas de la gran mayoría de los diarios de la ciudad de México [12] y de las revistas de contenido político y/o cultural dependían en aproximadamente un 80% de la publicidad contratada por el gobierno federal. Al comenzar el siglo XXI las opciones de financiamiento en las publicaciones impresas son muy variadas pero en términos generales se puede considerar que el gobierno federal, como fuente de sustento a través de la publicidad pagada, suministra entre el 20% y el 30% de los ingresos regulares de esos medios.

   De manera prácticamente proporcional a la disminución del financiamiento federal, en muchos casos ha crecido la publicidad contratada por gobiernos de estados y otras instituciones públicas. Sin embargo el gran cambio, de consecuencias todavía por evaluar, ha sido la concentración de la publicidad privada en cada vez menos empresas y de manera especial en las que forman parte del consorcio propiedad del magnate Carlos Slim [13]. La capacidad de influencia política que el grupo Carso está alcanzando gracias a su enorme inversión publicitaria en medios de toda índole (televisión, radio, periódicos, revistas, páginas web) está constituyendo una nueva fuente de dependencia de las empresas comunicacionales en México.

   En la televisión y la radio privadas el gobierno nunca fue un anunciante destacado. No le hacía falta contratar espacios publicitarios porque disponía del llamado tiempo fiscal que le permitía utilizar el 12.5% del total de los espacios de transmisión en cada estación radio o televisora –hasta que, como recordaremos más adelante, en octubre de 2002 el presidente Vicente Fox redujo esa prerrogativa del Estado a una décima parte de sus montos anteriores–. A diferencia de la prensa escrita, con los medios electrónicos la capacidad de control del gobierno se originaba, sobre todo, en el constante aunque prácticamente nunca cumplido amago para cancelar o no renovar las concesiones en virtud de las cuales transmiten las empresas privadas de televisión y radio.

   Ahora, los mecanismos extra periodísticos que articulan las relaciones entre el poder político y los medios experimentan cambios importantes. Respecto de los medios electrónicos –especialmente la televisión– el gobierno dejó de ser fuente de amagos y, sobre todo debido a la anuencia del presidente de la República, se convirtió en cómplice y a menudo en polichinela de esas empresas. Con la prensa escrita ha tenido relaciones distantes y en ocasiones de enfrentamiento mutuo. En cambio otros segmentos del poder, como los partidos, comienzan a tener una capacidad de inversión publicitaria que desde la perspectiva de los medios los ubica no solo como actores políticos sino como compradores. Es difícil precisar las consecuencias que esa relación traerá en la vida política mexicana pero no parece que sea saludable que, a los partidos, los medios los aprecien por sus recursos financieros.

   Eso no implica que, con tal de congraciarse con ellos para que contraten publicidad, los medios electrónicos se sometan a la presión de los partidos. Al contrario. La capacidad de inversión publicitaria es solamente una arista dentro de un panorama complejo, y en tensión constante, determinado por la necesidad mutua que tienen medios y partidos. Los partidos necesitan a los medios para estar presentes en la sociedad. Y éstos requieren de aquellos para propiciar –o impedir– decisiones políticas que afecten sus intereses.

   Esa relación se encuentra condicionada por la sobrada concentración en la propiedad de los medios. Cuando quieren difundir sus campañas, comunicar sus puntos de vista e incluso comprar publicidad, los partidos mexicanos no tienen demasiadas opciones en el campo mediático. En el caso de la radio, si no articulan buenas relaciones con la mayoría de la decena de grupos que controlan a dicho medio estarán fuera de ese espacio de difusión. En la televisión los interlocutores no son mas que dos. Por eso todos los partidos dividen sus presupuestos de propaganda mediática fundamentalmente entre dos empresas: precisamente las mismas que acaparan más del 90% de frecuencias y audiencias televisivas.

   La capacidad financiera que tienen gracias a los recursos que les entrega el Estado para que hagan campañas se convierte, para los partidos, en un arma de dos filos. Por un lado, pueden acceder a los espacios mediáticos que concentran la atención de la sociedad. Por otro, esos recursos llegan a convertirse en un factor de vulnerabilidad. No ha sido extraño que con tal de obtener porciones sustanciales de ese pastel publicitario, haya medios electrónicos que presionen difundiendo informaciones desfavorables para los partidos cuya inversión pretenden. Parece contradictorio: cuando una empresa busca a un cliente lo menos que se esperaría sería que lo maltratara y desacreditara. Pero el trato entre medios de comunicación, ceñido a pautas tan perversas como las que imperaban en décadas anteriores y sin normas institucionales suficientemente claras, sigue estando definido por amagos y coacciones. De la misma manera que en el viejo régimen llegaba a ocurrir que algunas publicaciones en busca de publicidad gubernamental falseaban informaciones y vilipendiaban a funcionarios públicos para que a cambio de un trato distinto ordenaran la compra de espacios en esos medios, ahora puede haber empresas de radiodifusión que, con los mismos propósitos, apremien a los dirigentes políticos. Cuando a fines de los años setenta el presidente José López Portillo decía “no pago para que me peguen”, advirtiendo que no se anunciaría en Proceso porque esa revista tenía una posición crítica de su gobierno también había medios inescrupulosos que, parodiando esa frase, buscaban pegarle al gobierno para que les pagaran. Todo parece indicar que esa conducta no ha desaparecido de los medios mexicanos.

 

   8. El gobierno como cómplice. La relación de mutua conveniencia que por lo menos durante toda la segunda mitad del siglo XX mantuvieron las empresas de medios más importantes y el gobierno mexicano transitó, bruscamente, a una notoria dependencia de este último respecto de las primeras. En aquellos años las presiones gubernamentales y sobre todo la hegemonía que mantenía el poder político sobre casi todos los campos de la actividad económica y social permitían que los intereses del gobierno fueran amplia y obedientemente difundidos, tanto en la prensa escrita como en la televisión y la radio. La ausencia de contrapesos reales –en el terreno político– a la dominación del PRI, la influencia legal y extralegal del presidencialismo mexicano, la creciente identificación entre gobernantes y empresarios de los medios e incluso la mimetización entre unos y otros (muchas empresas de medios, especialmente electrónicos, fueron adquiridas o administradas por políticos) fueron parte de ese proceso de concordancias. Aquella situación propiciaba una situación de estabilidad, forzada pero reconocible, en el trato entre el gobierno y los medios.

   Esa relación se alteró cuando uno de sus protagonistas –el gobierno– comenzó a debilitarse en tanto que el otro –los medios– experimentó un fortalecimiento inusitado. Algunas de las consecuencias de esos cambios, especialmente en el trato entre gobierno y medios escritos, fueron comentados en el apartado anterior. Entre el poder político y los medios electrónicos, por otra parte, se ha desarrollado una supeditación tan notoria como costosa para el Estado y la sociedad.

   Aunque haya mantenido los recursos legales que le permiten adjudicar e incluso retirar concesiones, el gobierno parece estar dispuesto a permitir que el interés de los empresarios de la radiodifusión prevalezca, por encima de cualquier otra consideración, en el desempeño de la radio y la televisión. Durante la primera mitad de su administración –y no había motivos para suponer que esa definición podría cambiar– el presidente Vicente Fox se manifestó aquiescente, una y otra vez, a los proyectos e incluso a los excesos de las grandes empresas de radiodifusión. Sus antecesores (desde Miguel de la Madrid hasta Ernesto Zedillo) nunca se singularizaron por el propósito de atajar la influencia desmedida y la impunidad creciente que desarrollaban los medios de comunicación electrónica. Ninguno de esos presidentes quiso promover una reforma legislativa que estableciera responsabilidades claras a la radio y la televisión y que acotara la concentración de muchas estaciones en pocas manos. Sin embargo la explícita complacencia con que en ese campo ha promovido intereses privados a pesar de su investidura pública hacen que la actitud del presidente Fox hacia los dueños de los medios electrónicos sea de una dependencia escandalosamente histórica. Ese comportamiento fue palmario especialmente en el episodio que luego se conocería como El Decretazo del 10 de octubre de 2002.

   La reforma de la legislación para los medios electrónicos ha sido una de los grandes ausencias –quizá la más grave– en la reforma institucional de la que fue parte fundamental la modificación de las normas electorales. A diferencia de prácticamente todos los regímenes jurídicos que hay para los medios en América y Europa nuestra Ley Federal de Radio y Televisión, vigente desde 1960, no establece límites para la propiedad de medios de esa índole, ni define los derechos que los ciudadanos tendrían que mantener ante posibles abusos de esas empresas. Al no establecer reglas para la adjudicación de concesiones –en contraste con las experiencias internacionales que supeditan esas determinaciones a cuerpos colegiados con presencia de diversos sectores de la sociedad– el derecho a transmitir por radio y televisión está sujeto a la decisión discrecional del gobierno. Además se trata de una ley tecnológicamente atrasada porque fue creada cuando en el mundo aun no existían, al menos en la escala en que los tenemos ahora, instrumentos de propagación masiva y/o de digitalización de los mensajes como la comunicación satelital, la televisión por cable, las vídeo caseteras o el DVD.

   Esos y otros muchos rezagos, insistentemente señalados durante largos años por agrupaciones sociales y académicas interesadas en la situación de los medios, fueron reconocidos en la decisión de todas las fuerzas políticas y el gobierno para instalar, en marzo de 2001, un amplio grupo de trabajo al que denominaron “Mesa de Diálogo para la revisión integral de la legislación de los medios electrónicos”. Durante un año docenas de representantes de partidos, diputados, senadores, miembros de agrupaciones ciudadanas y profesores universitarios, junto con directivos de las empresas de radiocomunicación y funcionarios del gobierno federal, discutieron y arribaron a varias definiciones básicas para transformar la legislación en materia de televisión y radio [14]. Esas conclusiones estaban siendo aquilatadas para que condujeran a la elaboración de una nueva ley cuando, el 10 de octubre de 2002, la Presidencia de la República sorprendió a casi todos los participantes de aquel proceso, y a la sociedad, con dos repentinas decisiones. Merced a un decreto, el presidente Vicente Fox redujo del 12.5% al 1.25% (de 180 a 18 minutos) el tiempo oficial en cada televisora concesionada. En la radio, ese tiempo disminuyó de 180 a 35 minutos diarios. En la misma operación, el presidente promulgó un nuevo reglamento para la Ley Federal de Radio y Televisión. Ese documento satisfacía, punto por punto, varias antiguas exigencias de los empresarios de la radiodifusión para atenuar la capacidad de supervisión del Estado y cancelar obligaciones como la de unirse a cadenas nacionales cuando el gobierno así lo ordenara, entre muchas otras.

   El llamado tiempo oficial era resultado de una disposición del presidente Gustavo Díaz Ordaz expedida en 1969 para que el Estado contase con espacios en las radios y televisoras privadas. Aunque discutible porque implicaba la existencia de un impuesto especial, ese espacio fue utilizado durante más de tres décadas para la difusión de mensajes de muy diversa índole, desde campañas de salud y programas universitarios hasta los espacios de los partidos políticos. De muy desigual calidad e interés social, los mensajes y programas difundidos merced al tiempo oficial constituían paréntesis (a veces provechosos y agradecibles, otras no tanto) en medio de la programación de los medios comerciales.

   La obligación de ceder parte de su tiempo de transmisiones para que se difundieran esos contenidos incomodaba desde años atrás a los radiodifusores. Sin embargo ninguno, entre los seis presidentes que gobernaron al país desde que tal disposición fue establecida, había cedido a las peticiones de esos industriales de la comunicación para que el tiempo fiscal fuese modificado. Solamente el presidente Fox, sin consulta alguna con la sociedad, se sometió ante esas presiones.

   Lo hizo de manera vergonzante y abusiva –nos hacemos cargo de la dureza de estos términos, cuya pertinencia se sustenta a continuación–. El Decreto que redujo el tiempo fiscal y el Reglamento fueron aprobados por el Presidente en secreto, sin comunicárselo ni siquiera a algunos de sus colaboradores más cercanos y a partir de borradores preparados por los asesores jurídicos de los radiodifusores más poderosos. Posteriormente se sabría que esas decisiones fueron tomadas en la casa del presidente Fox y su esposa en una reunión con al menos uno de los principales directivos de Televisa.

   La discreción con que se tomaron esas medidas indica la actitud culposa que el presidente y su gobierno tenía respecto de ellas. Anticiparon que los partidos políticos y los legisladores reclamarían, pero como la expedición de ambos documentos era facultad del presidente los reproches no podrían llegar muy lejos. El apresuramiento con que fueron expedidos el Reglamento de la ley de Radio y Televisión y el Decreto que abolía casi todo el tiempo fiscal se confirmó cuando, el 10 de octubre por la tarde, comenzaron a circular en una edición especial del Diario Oficial de la Federación. Concluidos apenas esa madrugada, el presidente y su esposa querían que estuvieran publicados ese mismo día porque era la fecha en la que concluía la reunión anual de la Cámara de la Industria de Radio y Televisión. La familia presidencial quería hacerle ese obsequio a los directivos de Televisa, cuya gestión al frente de dicha Cámara terminaba precisamente el 10 de octubre.

   Esas decisiones del presidente fueron, además, abusivas en varios sentidos. No le importó que estuviera en curso la discusión de los acuerdos que habían tomado los participantes en la Mesa convocada por la Secretaría de Gobernación. No recordó sus compromisos para acordar junto con el Congreso las reformas a la normatividad que afectaran el funcionamiento de espacios sociales como los que constituyen los medios de comunicación. Además el presidente, en el Decreto que redujo el horario fiscal, resolvió quedarse con todos esos tiempos en radio y televisión.

   Antes del Decreto del presidente Fox el llamado tiempo fiscal podía ser utilizado por todas las instituciones del Estado: el Congreso de la Unión, las universidades públicas, los estados y municipios, el Poder Legislativo y el gobierno federal, entre otras. A partir del Decreto del 10 de octubre de 2002 ese tiempo fiscal, además de reducido a la décima parte, quedó reservado para usufructo exclusivo del gobierno.

 

   9. Medios y legalidad. Si en octubre de 2002 el gobierno federal condescendió con Televisa para impedir que hubiera una verdadera reforma legal para la radio y televisión como vimos en el apartado anterior, menos de tres meses más tarde, en el caso del Canal 40, respaldaría el comportamiento de la otra televisora nacional cuando transgredió la ley de manera notoriamente alevosa.

   El 27 de diciembre de 2002 un comando integrado por guardias de seguridad ataviados con pasamontañas y pertrechados con armas de fuego, burló las alambradas que protegían el transmisor del Canal 40 en la cima del Ajusco al sur de la ciudad de México y sometió a los vigilantes e ingenieros que custodiaban la antena. Ese grupo había sido enviado por Televisión Azteca para cobrarse un adeudo que la empresa propietaria del Canal 40 había contraído con esa firma. En vez de aguardar a la resolución de tribunales extranjeros y mexicanos que estaban por fallar acerca de ese caso, TV Azteca decidió hacerse justicia por su propia mano.

   La reacción del gobierno federal ante ese acontecimiento fue de indiferencia y negligencia, sobre todo durante las primeras semanas de 2003. Cuando en los primeros días de ese año le preguntaron al presidente Fox qué haría para solucionar la ilegal ocupación de las instalaciones del Canal 40, respondió: “¿Yo? ¿Por qué?”.

   Once días después del asalto el propietario de Televisión Azteca, Ricardo Salinas Pliego, justificaba ese despojo delante de dos secretarios de Estado. Tengo derecho a actuar de esa manera, decía, porque si los tribunales no funcionan entonces alguien tiene que poner orden en este país. Ese relato de la autojustificación de Salinas Pliego la ofreció el propietario de Canal 40, Javier Moreno Valle, en la reconstrucción que la revista Proceso [15] hizo de las negociaciones de ambos empresarios ante los secretarios de Gobernación y Comunicaciones y Transportes.

   El asalto a la antena y la usurpación de la señal del Canal 40 ocurrieron de madrugada, cuando comenzaba el último fin de semana del año. De inmediato Azteca comenzó a difundir, por esa frecuencia, una programación distinta a la del Canal 40. A pesar de que fueron amenazados y los quisieron sobornar esos trabajadores del 40, sorprendidos aquella madrugada, dieron testimonio del asalto. Su versión contradijo la que propagó TV Azteca, cuyos esbirros escenificaron una pantomima que la televisora difundió en un intento para ocultar el carácter violento del atraco en el Chiquihuite.

   La mascarada que montó pero sobre todo la decisión misma de enviar un grupo armado a ocupar las instalaciones de otra empresa televisora, indicaban un insólito desinterés de los directivos de Televisión Azteca por el orden jurídico. La explicación de Salinas Pliego describía la prepotencia y el desprecio a la legalidad y las instituciones que domina en el comportamiento de esa empresa.  Esa idea de que si los tribunales no funcionan entonces cada quien ha de tomar la ley por su propia mano, indicaba la concepción que esa televisora tiene acerca de su poder y su papel en la sociedad.

   Televisión Azteca sostenía que el apoderamiento de bienes de otra firma era consecuencia del incumplimiento de un convenio que tenía con la empresa propietaria del Canal 40. Cuatro años antes, ambas televisoras pactaron el comienzo de una alianza que podría llevar a la adquisición, por parte de Azteca, de los bienes y los derechos de transmisión del 40. En 2000 el propietario del Canal 40 consideró que Azteca no había cumplido con el convenio y se inició un prolongado litigio, que después de los tribunales mexicanos llegó a una Corte internacional en materia de asuntos comerciales. La interpretación de las decisiones judiciales acerca de los contratos entre las dos televisoras resultó incierta y no necesariamente significaba un mandato de inmediata aplicación en nuestro país. Sin embargo Azteca consideró que los acuerdos de esa Corte le daban derecho a ocupar las instalaciones del 40. Esa postura fue, en aquellos días, relativamente eficaz. Hubo quienes consideraron que el incumplimiento del dueño del Canal 40 a sus compromisos con Azteca era una falta equiparable al asalto en El Chiquihuite. Incluso, en los últimos días de diciembre varios medios electrónicos y no pocos diarios informaron de esos acontecimientos diciendo que Azteca había “tomado el control” de las instalaciones del 40. Se trataba de un eufemismo para no decir que la empresa de Ricardo Salinas Pliego había cometido un asalto con todas las agravantes. Aunque las coordenadas legales de ese asunto estuviesen enmarañadas, había dos infracciones distintas. Uno, era el litigio de carácter mercantil. Otro, el abuso, de consecuencias penales, que se cometía contra una televisora a la que se estaba privando de su derecho a transmitir en ejercicio de una concesión legalmente adjudicada.

   Si la conducta de Azteca resultaba escandalosa, quizá más preocupante era la actuación del gobierno. La Secretaría de Comunicaciones “aseguró” la antena pero en vez de regresar de inmediato esas instalaciones a sus propietarios dispuso la suspensión de transmisiones por la frecuencia del Canal 40. De esa forma el propietario y los trabajadores de dicha estación padecían un agravio adicional. A los ya despojados, se les maltrataba con una nueva exacción. Tuvieron que pasar varias semanas para que merced a una decisión judicial el gobierno entregara a la empresa del Canal 40 las instalaciones que habían sido decomisadas. El diferendo siguió en varios tribunales y un año más tarde aun no tenía solución.

   La indiferencia y la parsimonia del gobierno para intervenir en ese asunto, a pesar de la transgresión legal que había cometido Televisión Azteca, puede tener explicación en las relaciones notoriamente cordiales que mantenían el presidente Fox y su familia con esa empresa. El 23 de enero Marta Sahagún, esposa de Fox, estuvo toda la mañana en varios programas de Televisión Azteca regalando bicicletas que esa empresa televisiva había donado a la fundación privada que ella presidía. Un día antes los partidos políticos representados en la Comisión Permanente del Congreso habían exigido la devolución de las instalaciones del Canal 40. Es decir, al mismo tiempo que todas las fuerzas políticas del país desaprobaban la conducta de Televisión Azteca, la esposa del Presidente avalaba ese comportamiento al acudir a sus instalaciones y ayudarla a mostrarse como bienhechora de la sociedad.

   Por otro lado, el desinterés gubernamental para solucionar el acoso contra el Canal 40 podía ser consecuencia de la política editorial de esa emisora. Mal que bien, la programación del Canal 40 había sido diferente a la que difundían Televisa y TV Azteca, así como las estaciones culturales propiedad del gobierno. El 40 era una ventana, a menudo estrecha pero con matices de imaginación o búsqueda (incluso de notoria heterodoxia política) que no se advertían en otras televisoras. Así que además de cómplice con el abuso cometido por una empresa privada, al favorecer en este litigio a Televisión Azteca el gobierno castigaba a la sociedad al privarla de los contenidos del Canal 40.

 

   10. El presidente y los medios. Al Estado lo dirigen hombres –y mujeres– permeados por trayectorias, intereses, contextos e incluso pasiones y preferencias específicos. La personalidad de los gobernantes se trasluce en sus decisiones y en la presencia pública que adquieren. Esos rasgos se acentúan en un país presidencialista, en donde las capacidades formales e informales del titular del Poder Ejecutivo lo han mantenido en el centro del sistema político. En México, durante los gobiernos del PRI, los presidentes tenían una intensa presencia pública aunque sus apariciones en los medios por lo general eran dosificadas. La figura más importante del país no comparecía todos los días ante los ciudadanos aunque numerosos medios reseñaran cotidianamente las actividades presidenciales. El tratamiento mediático de las acciones y declaraciones del Presidente era cuidadoso y habitualmente respetuoso. La investidura presidencial y el hombre que la ocupaba eran a menudo indistinguibles una del otro. Había mucho de hieratismo, pero también de reconocimiento a su institucionalidad, en a actitud del presidente con los medios –y viceversa–.

   A fin de contrastar con sus predecesores pero también debido a su personalidad desenfadada, el presidente Vicente Fox desplegó, desde el inicio de su gobierno, un comportamiento distinto con los medios. Persuadido de la utilidad de la mercadotecnia política y especialmente movido por la notoria fascinación que le suscitan las cámaras y los micrófonos, ese gobernante ha tenido una intensa y constante presencia mediática. Ha mantenido un programa radiofónico semanal, ofrece frecuentes entrevistas a informadores mexicanos y extranjeros y le preocupa sobremanera el tratamiento que los medios dan a sus apariciones públicas.

   En ese empeño para exponerse en los espacios comunicacionales a menudo el presidente Fox ha confundido el fondo, con la forma. Muchas de sus declaraciones son improvisadas y no obedecen a una estrategia de comunicación gubernamental sino a la simple gana de ese personaje para decir algo en los medios. Al hablar mucho, en ocasiones lo ha hecho sin ton ni son. Por decir mucho, sus tropiezos verbales y conceptuales han sido más notorios. Además de problemas de dicción de nombres que le resultan ajenos aunque forman parte del bagaje cultural de un ciudadano con mediana formación escolar, el presidente ha acostumbrado expresar opiniones e incluso asumir definiciones políticas que pronto tienen que ser desmentidas por su oficina de prensa. No nos detendremos a citar ejemplos de ese comportamiento porque han sido muy conocidos, al menos en la primera mitad del sexenio del presidente Fox.

   Ese interés casi compulsivo por reproducir su imagen y voz en los medios ha sido complementario de una permanente y por lo general fallida exigencia para que los medios ofrezcan a la sociedad una visión de los asuntos nacionales ajustada al interés del presidente. Como pocas veces le hacen caso, los medios han sido destinatarios de frecuentes reproches del presidente Fox.

   De esa manera, el presidente ha construido una veleidosa relación con los medios de comunicación. Al renegar de la manera como difunden sus hechos y dichos, se ha convertido en blanco directo de la crítica mediática con una vulnerabilidad respecto de la prensa y la radiodifusión que no había tenido ningún presidente mexicano, por lo menos desde fines de los años treinta del siglo XX. Sarcasmo y escarnio han ido de la mano en la apreciación que los medios difunden acerca de ese gobernante. La sola difusión de sus desplantes espontáneos, entre los cuales se encuentran encrespadas expresiones de disgusto con los medios electrónicos y desprecio con la prensa escrita, se ha convertido en fuente de ironías y cuestionamientos por parte de esas mismas empresas de comunicación.

 

   11. Mediocracia sin mediaciones. La debilidad política, argumental e incluso legal del gobierno ante los medios, el entrampamiento de las fuerzas partidarias que han permanecido fundamentalmente empeñadas en litigios internos y en la disputa con aspiraciones de corto plazo y no en el diseño o la orientación del Estado, así como el agobio o el desinterés de la sociedad respecto de los asuntos públicos, han sido parte del contexto en el cual los medios se han fortalecido frente al resto de los protagonistas de la vida mexicana. A esa consolidación de su capacidad para influir y hacer prosperar las decisiones que convengan a sus intereses corporativos, también le ha sido favorable el estancamiento y el envejecimiento de las leyes que rigen a la comunicación en México.

   En otro sitio hemos denominado mediocracia a esa capacidad, sin restricciones casi, que los medios tienen para imponerle sus intereses al Estado y a la sociedad en nuestro país. Ese es, nos parece, uno de los rasgos principales –y el más preocupante– entre los que definen las relaciones políticas y la articulación entre la sociedad y el poder en los primeros años del nuevo milenio. Mientras los partidos se enfrascan en reñidas discusiones internas, en tanto la vida pública es acaparada por escándalos coyunturales y al mismo tiempo que el gobierno y otros actores del entramado estatal experimentan dificultades para tomar decisiones y más aun para entablar acuerdos acerca de los principales temas de interés nacional, los medios de comunicación crecen, se robustecen y afianzan una hegemonía que transita del campo de la ideología y la cultura a la política y, desde luego, se asienta fundamentalmente en los negocios.

   Los medios constituyen el poder más influyente delante del Estado mexicano y en ocasiones, sin sustituirlo, han conseguido imponérsele aunque sea de manera coyuntural. Pero el reconocimiento de esa preponderancia no debiera conducirnos a suponer que el dominio mediático es omnipotente, o incontestable. Ni en la formación de opiniones políticas, ni en el terreno de la hegemonía cultural los medios de comunicación, a pesar de sus evidentes ventajas, pueden asegurar un predominio absoluto.

   La sociedad mexicana carece de recursos para defenderse de los medios. El derecho de réplica que establece la Ley de Imprenta suele ser incumplido por diarios y revistas que ignoran o recortan las cartas de los lectores y, cuando las publican, lo hacen en espacios distintos a aquellos en donde aparecieron las notas ante las cuales se hacen rectificaciones o precisiones. En los medios electrónicos ese derecho no existe realmente porque está condicionado a la aceptación, por parte de las empresas, de la queja que pueda presentar un radioescucha o un televidente que se consideren afectados por lo que se ha transmitido acerca de ellos. La posibilidad de inconformarse jurídicamente en casos de difamación o calumnia en los medios es dificultada por los tortuosos caminos jurídicos que el quejoso necesita recorrer. En la legislación mexicana esas infracciones, cuando se cometen en la prensa, siguen siendo ubicadas dentro del ámbito penal en lugar de estar ceñidos a las disposiciones de carácter civil. En los regímenes jurídicos más avanzados los delitos de prensa suelen tener sanciones de carácter pecuniario y no corporal como aun establecen las leyes mexicanas.

 

   12. Reforma legal, ética y medios públicos. La debilidad de la sociedad y el Estado ante la mediocracia se verifica en las dificultades para desplegar propuestas suficientemente eficaces en ese panorama. Cada vez que un grupo de legisladores o algún partido político ha querido impulsar reformas al orden jurídico de los medios las empresas de comunicación más influyentes han perseguido, distorsionado y estropeado tales esfuerzos. Esa ha sido la historia desde los intentos a fines de los años setenta para reglamentar el derecho a la información –establecido en la Constitución durante el gobierno del presidente José López Portillo pero cuya ley reglamentaria quedó congelada cuando los diputados, presionados por la televisora más importante, concluyeron que el problema afectaba tantos intereses que no le encontraban la cuadratura al círculo– hasta los proyectos, hacia la mitad del sexenio de Vicente Fox, para impulsar una o varias leyes relativas a la comunicación social. Durante 2003 un grupo de senadores de los tres principales partidos –PAN, PRI y PRD– elaboraron un proyecto de nueva Ley Federal de Radio y Televisión pero su discusión en esa Cámara y con los diputados fue pospuesta debido al temor de los grupos políticos para impulsar una reforma que pudiera disgustar a las empresas de radiodifusión. El tema de la reforma de los medios, en todo caso, ahora es reconocido en las agendas de todos los partidos y en cualquier diagnóstico sobre las insuficiencias de la democracia mexicana.

   Hay quienes, ante la dificultad para actualizar las leyes, sugieren el establecimiento de parámetros éticos en los medios. La ética es un recurso de la mayor importancia. Puede dotar a las empresas, o a los periodistas que se comprometen con códigos profesionales, de parámetros en los cuales ubicar su trabajo. Cuando un medio da a conocer su código de ética, sus públicos cuentan con una referencia para evaluarlo y de esa manera, ratificarle o no su confianza. Sin embargo la ética no sustituye a las leyes [16].

   Un contrapeso frecuentemente útil ante la preponderancia de los medios de carácter privado, radica en la existencia de medios públicos capaces de difundir contenidos distintos a los de carácter mercantil. En México tenemos escasos medios auténticamente públicos –es decir, que además de estar fundamentalmente respaldados en recursos fiscales cuenten con institucionalidad propia y con espacios de deliberación y decisión abiertos a distintas posiciones políticas y ciudadanas– [17]. Lo que hemos tenido, pero en creciente desventaja, son medios de gobierno. Imposibilitados para obtener ingresos con la venta de espacios de publicidad porque la ley federal no se los permite, la mayoría de esos medios padece restricciones presupuestarias que suelen tenerlos apenas en condiciones de subsistencia.

   A esa difícil situación se añade la frecuente amenaza del gobierno federal para desaparecer o vender algunos de esos medios. Estaciones como las que forman parte del Instituto Mexicano de la Radio y Radio Educación, así como los canales 11 y 22 en el campo de la televisión, han buscado, con variados resultados, definir perfiles propios ante los medios de carácter privado. En algunos estados del país existen sistemas gubernamentales de radio y televisión que han sobrevivido a impedimentos financieros y vaivenes políticos.

   Si logran consolidarse para asumir el carácter de medios auténticamente públicos –es decir, medios de la sociedad y no de los gobiernos federal o estatales– esas radiodifusoras y televisoras podrían ser el venero de una comunicación distinta a la que esté regida por consideraciones exclusivamente mercantiles.

 

   13. Sociedad abrumada e indefensa. La espectacularización de la política, que se ha convertido en el rasgo más notable de la competencia por el poder, ha acostumbrado a los ciudadanos una permanente situación de sobrecogimiento. Día tras día, los medios se encargan de proporcionarnos el escándalo, la revelación o la denuncia que serán el tema de estrépito y escarnio cotidianos. Las más de las veces, se trata de asuntos cuya importancia se agota en unos cuantos días o incluso horas.

   Además de política, la temática de esos escándalos involucra a personajes del mundillo de la farándula, o del deporte, o de la constelación mediática misma. Ocasionalmente los medios, en su irrefrenada búsqueda de asuntos dramáticos o drásticos, les dan 15 minutos de fama a ciudadanos que han padecido desgracias, o que sobresalen por alguna circunstancia casi siempre fortuita.

   Así es el carrusel del espectáculo mediático. En todas partes la develación de asuntos propios de la vida privada, ya sea de personajes públicos o de quienes hasta entonces no alcanzaban esa condición, ocurre con frecuente impunidad. Las intromisiones en la vida privada de las personas forman parte de los excesos de los medios. El sistema mediático en México no es una excepción, con la circunstancia agravante de que en este país no tenemos leyes, ni costumbre, ni contexto suficientes para que las personas se defiendan de posibles abusos de las empresas de comunicación.

   Si reconocemos que los de nuestro país no son los mejores medios de comunicación posibles y que la parcialidad en demérito de los valores informativos, el escándalo como recurso habitual y la espectacularización de los acontecimientos antes que su explicación siguen definiendo el comportamiento de diarios impresos y noticieros, habrá que advertir que algo falla en la capacidad crítica de los ciudadanos cuando se enfrentan a los medios. Quizá tienen demasiados años de estar expuestos a ellos. O también ocurre que no cuentan con suficientes opciones en materia de comunicación. En todo caso, pareciera claro que los mexicanos siguen dispensándoles a los medios de comunicación una indulgencia que no tienen hacia otros actores de la vida pública.

   Hay excepciones, desde luego. En la calle y en la escuela, lo mismo que en el parlamento y en los medios mismos, existen expresiones de discrepancia y resistencia ante el discurso preponderante de las empresas comunicacionales. Los medios no acaparan todo el espacio público ni cuentan con tanta aquiescencia como podría parecer a simple vista. El rating no es sinónimo de allanamiento a los mensajes mediáticos. Sin embargo, aunque existe, la actitud crítica respecto de los medios de comunicación en este país ha tenido un desarrollo escaso.

   Por lo general, en todo caso, no existe una observación analítica de los medios ni la costumbre de discutirlos. Allí radica uno de los principales rezagos de la cultura cívica de los mexicanos y acaso el principal déficit que, con transición o no, padece la democracia mexicana. Más aun: podría decirse que el estancamiento en la reforma de los medios de comunicación impide afirmar que nuestro país haya transitado, ya, a una democracia plena.

México D.F., enero de 2004.


 

[1] Investigador en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. rtrejo@servidor.unam.mx ; rtrejod@infosel.net.mx ; http://raultrejo.tripod.com. Este ensayo formará parte de la colección El nuevo Estado mexicano coordinada por los doctores Jorge Alonso y Alberto Aziz y que será coeditada por el CIESAS.

 

 

[2] El investigador Gabriel Sosa Plata ha explicado: “Entre 1988 y 2003, el control de más de 70% del total de estaciones concesionadas otorgadas en el país lo han tenido 10 grupos radiofónicos. Esta concentración sólo disminuyó cuatro puntos porcentuales en ese periodo La situación es mucho más delicada cuando advertimos que cinco de ellos han operado, administrado y sido propietarios de más de 50% de las estaciones existentes en el país”. Gabriel Sosa Plata, “Crisol de expresiones”, en Revista Mexicana de Comunicación. Número 83. México, septiembre-octubre de 2003.

 

[3] INEGI, XII Censo General de Población y Vivienda 2000. www.inegi.gob.mx/est/contenidos/espanol/tematicos

[4] Para calcular esta cifra partimos de datos de la Comisión Federal de Telecomunicaciones, COFETEL, según los cuales en 2000 había algo más de 3 millones de suscriptores a algún sistema de televisión restringida, o de paga. Al compararlos con los 18 millones 700 mil hogares que de acuerdo con el INEGI tenían televisión ese año, encontramos que aproximadamente el 16.5% de los hogares con televisor tenían acceso a sistemas de cable, satélite o alguna otra forma de televisión de paga.

 

 

[5] Para una explicación sobre la metodología y la cobertura de las mediciones de audiencia de la televisión mexicana puede consultarse: Héctor González Jordán y José Antonio Gurrea, “Para comprender los ratings”, etcétera, México, junio 2001.

[6] Estas cifras las hemos calculado a partir de los ratings que proporciona la empresa Ibope (www.ibope.com.mx) y considerando, a partir de la lista de 27 ciudades en donde esa firma hace sus investigaciones, que cada punto de rating equivale a 380 mil 162 personas. Así, por ejemplo, cuando Ibope informa que “La casa de la risa” tuvo un rating del 23.7 obtenemos que esa cifra indica que dicho programa pudo haber sido presenciado por 9 millones 10 mil personas.

[7] Como en muchas viviendas no todos los miembros de la familia miran juntos la televisión, o cuentan con varios televisores sintonizados en diferentes canales, esas cifras indican el número máximo de personas que pudo haber estado presenciando los mencionados programas.

[8] José Carlos Lozano y Aída Cerda Cisterna, Cátedra Televisa. Diagnóstico de la oferta en la TV abierta nacional. http://www.mty.itesm.mx/dhcs/catedra/ofer1.html Ese estudio se ocupó de tres semanas de programación: del 8 al 14 de febrero, del 10 al 16 de mayo y del 9 al 15 de agosto de 1999.

 

[9] Estos datos y los siguientes forman parte de los resultados que se consignan en nuestro libro Mediocracia sin mediaciones. Prensa, televisión y elecciones. Cal y Arena, México, 2001.

[10] Luis Emilio Giménez-Cacho, “La hora de las cuentas. Para saber cómo gastan los partidos”. Configuraciones, revista del Instituto de Estudios para la Transición Democrática. Número 12-13. México, abril-septiembre de 2003.

[11] Cámara de la Industria de Radio y Televisión, “Inversión publicitaria de la iniciativa privada”, http://www.cirt.com.mx/inversionpublicitaria.html

 

[12] En los diarios de los estados la situación es notablemente más heterogénea. Muchos de los más serios y con mayor presencia social han logrado sostenerse fundamentalmente con una mezcla de publicidad privada y gubernamental. Otros, son patrocinados por grupos de poder locales que sostienen los más contradictorios intereses.

[13] Canal100.com.mx: “El anunciante número uno de México es grupo Carso, que encabeza Carlos Slim”, en http://www.canal100.com.mx/telenet/?id_nota=3528, 29 de abril 2003.

[14] Un detallado recuento de esa discusión da tema al trabajo de Irma Ávila Pietrasanta, Aleida Calleja Gutiérrez y Beatriz Solís Leree, No más medios a medias. Participación ciudadana en la revisión integral de los medios electrónicos. Senado de la República y Fundación Ebert, México, 2002.

[15] Proceso número 1367, 12 de enero de 2003.

[16] En el libro Volver a los medios. De la crítica, a la ética (Cal y Arena, México, 1997) nos ocupamos de estos temas y hacemos una propuesta de Código de Ética que ha sido adoptada por medios del nuestro y otros países.

[17] Sobre la situación e importancia de estos medios véase: Patricia Ortega Ramírez, “Los medios públicos en la agenda global”, en etcétera, México, marzo de 2003.