El sitio de Raúl Trejo Delarbre

 

El Presidente y el comediante

Los medios en el gobierno de Vicente Fox

Ensayo incluido en el libro ¿Qué país nos deja Fox? Los claroscuros del gobierno del cambio. Adolfo Sánchez Rebolledo, coordinador,  Grupo Editorial Norma, México, 2006.

Raúl Trejo Delarbre [1]

   El presidente Vicente Fox disfrutaba uno de los que, para él, sería de los momentos más placenteros de su sexenio. Sentado en la oficina de Los Pinos que fue habilitada como estudio radiofónico, conversaba con el cómico Andrés Bustamante.

   –Oye, (una) propuesta, Ponchito –dijo de pronto el presidente, refiriéndose al personaje que estaba representando ese conocido comediante–. Tú hablas ‘ora como Fox y yo voy a tratar de hablar como tú. A ver si nos sale.

   Bustamante apenas atinó a responder: “¡Aaahhh!” Y luego, haciendo ya la voz de “Ponchito”, aceptó: –Me late, me late el intercambio. Entonces aquí, de cuates, no hay bronca, ¿verdad?, la onda no...

   –Ciertamente, conciudadanos, me da gusto estar aquí hoy, hoy aquí, en mi Rancho de San Cristóbal y recibir ni más ni menos que a Ponchito. ¿Cómo estás? –dijo Bustamante parodiando a Fox.

   El presidente adelgazó la voz y casi murmuró: –Pues mira, manito, yo estoy a toda máquina aquí, en Rancho San Cristóbal, aquí preparando mi agencia de publicidad Travel Panchito, Ponchito y no sé qué más...

   Era el 3 de febrero de 2001 y Fox se encontraba en una de las primeras emisiones del programa de radio que presentaba los sábados. Anticipándose a la escasa audiencia que tendría un programa repleto de mensajes oficiales, los asesores comunicacionales del presidente habían invitado a locutores y personajes conocidos de la televisión y la radio. Pero seguramente no anticiparon que, con el creador de “Ponchito”, el presidente hallaría un alter ego por lo menos mediático.

   El presidente estaba feliz. Recordando que lo habían criticado por no llevar los tamales que se había comprometido a entregar el día de La Candelaria, siguió en su imitación del muñequito de animación computarizada creado por Bustamante: –Que hay que recordarle al presidente Fox que el Día de la Candelaria le quedó mal a los niños de la calle, que había comprometido después de la Rosca de Reyes y que no fue ahí. Hay que darle un jalón de orejas al presidente.

   El cómico, haciendo el papel de Fox, disculpó al presidente: –Lo que pasa es que en la rosca me salieron ‘unos niños’ y yo digo que no deben ser niños, deben ser chiquillos, deben ser chiquillos. Por no olvidé ese compromiso que tenía yo de entregar los tamales, Ponchito.

   La conversación Fox-Bustamante continuó por un rato. En más de una ocasión el presidente habría admitido la magnética fascinación que le suscitaban los micrófonos y las cámaras. Ante los primeros no podía dejar de formular cualquier declaración. Frente a las cámaras inevitablemente se detenía para sonreír y saludar.

   Hubo quienes consideraron que sabía manejar los recursos comunicacionales para gobernar apoyado en ellos. No era así. Vicente Fox no gobernó con los medios sino para ellos, especialmente para los consorcios de la radiodifusión. Durante el sexenio que presidió, la relación entre medios de comunicación y gobierno experimentó un viraje de 180 grados.

   Antes de Fox, en el transcurso del largo cuan social y políticamente costoso período priista, los medios de comunicación llegaron a estar supeditados al presidente en turno. Entre unos y otro se estableció un vínculo desigual, que oscilaba entre la resignada tensión y la interesada sumisión de la mayoría de los medios electrónicos e impresos. Esa dependencia forzosa constituyó uno de los rasgos más afrentosos antes de la transición democrática que se expandió al finalizar el siglo XX. Luego, en vez de construir una nueva relación de respeto e interlocución con los medios el gobierno de Fox admitió con tanta condescendencia los requerimientos de las empresas de comunicación más importantes que acabó por estar al servicio de ellas. El júbilo con que se transfiguraba en comediante era algo más que una anécdota. Se trataba de un presidente que olvidaba su investidura para imitar, gozoso, a un personaje de la televisión.

 

En la prensa, sarta de babosadas

   Al presidente Fox le tuvo sin cuidado –o al menos eso se empeñó en decir– la información y la opinión en la prensa escrita. Lo suyo, y no sólo como gobernante sino como consumidor mediático él mismo, era la televisión. En varias ocasiones, para justificarse, esgrimió la peregrina tesis sobre la presencia en la sociedad mexicana de un bloque enterado y crítico aunque minoritario y otro, desinformado pero con la absolución de las mayorías. En México “existe el pequeño círculo rojo, periódicos, analistas, comentaristas, que no representan más de dos millones de gentes en México. Y tenemos el círculo verde, 98 millones de ciudadanos y ciudadanas que piensan libre, que piensan en un cambio” le dijo en 2000 a la periodista María Elena Salinas, de Univisión. En varias ocasiones el presidente Fox repitió ese concepto.

   Por eso cuando le señalaban tropiezos de dicción, examinaban posibles abusos de sus familiares o subrayaban errores de su gobierno, el presidente simplemente se enojaba con los periódicos. A fines de octubre de 2001, cuando los reprendía por la falta de suficientes resultados en su desempeño, les dijo a los miembros de su gabinete: “Hemos estado bajo una metralla impresionante de ataques por una sarta de babosadas que no tienen la menor importancia para nuestro país”. Si no la tenían era extraño que se ocupara de tales versiones. Pero resultaba evidente que ante esos cuestionamientos, por lo demás crecientemente punzantes, el presidente Fox se contrariaba y se hacía más refractario a la crítica que ofrecían los medios de comunicación.

   Fox desdeñaba a los medios impresos pero en su administración nunca dejó de haber preocupación por lo que decían. En términos generales hubo libertad para el ejercicio de la prensa pero, en más de una ocasión, desde las oficinas presidenciales surgieron amagos contra periodistas y medios que incomodaban a Fox o a gente cercana a él. En agosto de 2001 la esposa del presidente, Marta Sahagún, intervino para que el diario Milenio destituyera a su director, el periodista Raymundo Riva Palacio. Ese periódico había publicado varias notas acerca de abusos y posibles negocios no lícitos en el entorno del presidente. En cambio con los medios electrónicos, y especialmente con la televisión privada, no era desde el gobierno sino desde la parte empresarial en donde se dictaban la agenda y las decisiones de esa relación. En tres notorios casos se manifestó esa subordinación del Presidente: en el conflicto alrededor del canal 40, en el decretazo de octubre de 2002 y con la llamada “Ley Televisa” durante el último año de su gestión.

 

Ante canal 40: ¿Yo? ¿Por qué?

   En un panorama dominado por los dos acaparadores consorcios de la televisión mexicana la existencia del Canal 40 constituía un contrapunto a menudo saludable, especialmente en el terreno de las noticias. Desde que comenzó a transmitir en junio de 1995 y con especial pujanza en los primeros años del gobierno de Fox, el Canal 40 se había convertido en una alternativa para los televidentes interesados en tener otro ángulo informativo. Con pocos recursos financieros y técnicos pero con imaginación y libertad, el noticiero nocturno que conducían Denise Maerker y Ciro Gómez Leyva recogía voces e imágenes de actores sociales habitualmente segregados en los medios nacionales.

   La influencia pública del Canal 40 de la empresa Corporación de Noticias e Información, CNI, resultaba superior a su cobertura, fundamentalmente acotada al Valle de México. Quizá por eso suscitó la codicia o la rivalidad de las grandes televisoras. Cuando en 2002 CNI contrató los derechos para transmitir 40 partidos del Mundial de Futbol que se realizaría en Japón y Corea, Televisa emprendió una campaña de presiones que incluyó la exclusión de ese canal del sistema satelital Sky que es propiedad de dicho consorcio. Pero el conflicto más difícil, que terminaría por abatirlo como una opción distinta en el dial de la televisión, fue el que Canal 40 tuvo con Televisión Azteca.

   Necesitado de capital el propietario de CNI, Javier Moreno Valle, pactó en julio de 1998 una alianza con Azteca. Esa televisora se encargaría de comercializar y en parte de programar los horarios no preferentes de Canal 40 a cambio de comprar el 10% de las acciones de CNI. El acuerdo incluía un préstamo de 25 millones de dólares que Ricardo Salinas Pliego, propietario de TV Azteca, le hacía al Canal 40.

   El trato no funcionó y el dueño del 40 lo dio por terminado dos años más tarde. Televisión Azteca anunció, entonces, que ejercería el derecho de compra que le otorgaba el contrato suscrito con Moreno Valle. Con tal propósito, entabló contra ese empresario una demanda por 100 millones de dólares. El litigio siguió un tortuoso desarrollo en tribunales nacionales e internacionales y en diciembre de 2002 una Corte de Arbitraje en París expidió un fallo tan confuso que las dos empresas anunciaron que habían ganado la querella.

   Después de dos años de pleito legal, el dueño de Televisión Azteca quiso suplantar a la justicia. Con aquella resolución como coartada, la madrugada del viernes 27 de diciembre de 2002 un comando enviado por Salinas Pliego asaltó las instalaciones desde donde transmitía el Canal 40 en el cerro del Chiquihuite, al norte de la ciudad de México. Cerca de 30 elementos de seguridad, con los rostros cubiertos y armas de fuego, llegaron hasta la caseta bajo la antena transmisora, amordazaron a los siete trabajadores del Canal 40 que la tenían a su cargo y les obligaron a firmar un documento en donde se decía que entregaban esas instalaciones sin violencia. Luego les dieron fajos con dinero.

   Los trabajadores presentaron una denuncia en la Procuraduría General de la República. Canal 40 hizo lo propio en vista de que se trataba del despojo a una instalación que funciona en virtud de una concesión federal. Mientras tanto Televisión Azteca comenzó a transmitir, en la señal del 40, una programación originada en sus estudios al pie del Ajusco.

   Era un robo con ventaja y alevosía. El diferendo de carácter financiero motivado por un adeudo que CNI siempre reconoció, fue resuelto por Salinas Pliego con una medida gangsteril. La Corte de París había dictaminado que ese empresario podía ejercer su derecho a comprar otra porción de las acciones de CNI pero de ninguna manera dijo que la empresa ya era suya. Sin embargo el dueño de Azteca consideró que con eso bastaba para apropiarse de la frecuencia. La acción que emprendió para ello fue tan culposa que se perpetró de madrugada y en los últimos días del año para evitar reacciones desfavorables en la prensa.

   Aunque se trataba de los últimos días del año, el gobierno federal tendría que haber reintegrado las instalaciones del Canal 40 a su propietario legítimo. Pero no sucedió así. En la secretarías de Comunicaciones y Transportes y de Gobernación nadie reaccionó durante más de una semana porque los principales funcionarios estaban de vacaciones. El 6 de enero de 2003 por la mañana, cuando el presidente Fox recorría la sala de prensa en Los Pinos el periodista Roberto López, de Canal 40, le pidió que interviniera para resolver el litigio contra ese medio. Fox siguió de largo sin hacerle caso pero otros reporteros insistieron para que expresara su posición sobre tal asunto. El presidente respondió entonces: “¿Yo? ¿Por qué?”.

   Esa frase sintetizó la actitud del gobierno de Fox en numerosos terrenos de la vida pública, incluyendo su política mediática. Diez días después del atraco el presidente consideraba que su intervención no hacía falta.

   Televisión Azteca inició en la señal del 40 una nueva programación que solamente duró un día. El gobierno federal, a pesar de la reticencia del presidente, intervino las instalaciones y suspendió toda transmisión. Esa, igual que otras medidas que la administración de Fox tomó durante el conflicto, perjudicaban fundamentalmente a CNI porque al privarlo de la posibilidad de transmitir el canal perdía recursos financieros. El 27 de enero, un mes después de la ilegal ocupación, el Canal 40 recuperó su antena y pudo reanudar transmisiones gracias a la decisión de un juez. El gobierno se abstuvo de tomar medidas para que se cumpliera la ley: simplemente se replegó hasta que el Poder Judicial reconoció el derecho de CNI a transmitir en la frecuencia que tenía concesionada.

   El desacuerdo entre esa empresa y Televisión Azteca prosiguió en los tribunales. El ahogo financiero colocaba a CNI en una situación cada vez más difícil. Moreno Valle tenía un proceso abierto por adeudos fiscales. El 40 estaba proscrito para recibir publicidad gubernamental. A sus trabajadores la empresa les debía varios meses de salarios.

   El 19 de mayo de 2005 el Sindicato de Trabajadores de la Industria de la Radio y la Televisión, STIRT, del cual formaban parte los trabajadores del 40, estalló una huelga y el canal quedó fuera del aire. La demanda por el pago de salarios era evidentemente justa pero fue aprovechada para precipitar la crisis de CNI. Dos meses más tarde Moreno Valle consiguió que la empresa estadounidense General Electric le hiciera un préstamo de 5 millones de dólares con el cual esperaba saldar sus adeudos con los trabajadores y lograr la reanudación de actividades. Aunque no era ilegal, el gobierno federal se opuso a que el mencionado consorcio se le prestara ese dinero a Moreno Valle. La legislación mexicana prohíbe la participación de extranjeros en la propiedad de empresas concesionarias de radio o televisión pero el crédito no era a cambio de acciones sino, aparentemente, del compromiso para difundir en la frecuencia del Canal 40 parte de la programación de la cadena estadounidense Telemundo, filial de General Electric. La Confederación de Trabajadores de México, a la que está adherida el STIRT, anunció que la huelga no se levantaría si la Secretaría de Comunicaciones y Transportes no garantizaba que el dinero de General Electric con que se pagarían  los salarios atrasados no ponía en riesgo la concesión del Canal 40. Esos subterfugios buscaban mantener la crisis de CNI.

   La Secretaría tardó medio año para responder que no contaba con información suficiente que le permitiera emitir una opinión al respecto. Unos días más tarde TV Azteca anunció que pagaría los salarios caídos de los trabajadores del 40. El 21 de febrero de 2006 esa frecuencia, operada por Azteca, reinició sus transmisiones. El diferendo legal no había concluido pero el consorcio de Salinas Pliego se había apoderado nuevamente de la señal del 40 aunque la titularidad de la concesión seguía siendo de CNI. En la nueva programación participaron algunos periodistas que habían colaborado con la anterior etapa del Canal y algunas series fueron coproducidas por Azteca y el diario El Universal. Aunque la rehabilitación de la señal se realizó transgrediendo la ley, el lema que TV Azteca acuñó para la nueva etapa del canal era Proyecto 40, por un México libre.

 

Decretazo propicio a las televisoras

   Unas semanas antes del asalto de TV Azteca al Chiquihuite, el presidente Fox había ofrecido una todavía más palmaria expresión de sujeción al interés privado en el campo de los medios. La tarde del 10 de octubre de 2002 el Diario Oficial de la Federación publicó un decreto presidencial en donde reducía al 10% el tiempo del cual dispone el Estado en las estaciones concesionadas de televisión y radio. De manera simultánea se expedía un nuevo reglamento para la Ley Federal de Radio y Televisión.

   Ambos ordenamientos fueron elaborados y promulgados de acuerdo con el interés de los radiodifusores privados. El “tiempo fiscal” que debían pagar a consecuencia de una disposición aprobada a fines de 1968 y que ascendía al 12.5% del total de sus espacios había constituido, desde tiempo atrás, una de las principales molestias de las empresas de radio y televisión. Sus dirigentes más recientes, además, hicieron de ese asunto un tema álgido cuya persistencia cohesionaba y le daba una bandera al organismo que los reúne, la Cámara Nacional de la Industria de la Radio y Televisión.

   Durante años esos empresarios dijeron que la obligación para entregarle al Estado el 12.5% del tiempo de transmisiones de sus emisoras los empobrecía y les limitaba la posibilidad de vender espacios publicitarios aunque, en realidad, las estaciones más importantes ya vendían todo el tiempo de publicidad –y a menudo más– que les permitía difundir la legislación en esa materia. Además una porción importante del “tiempo fiscal” se encontraba en horarios de baja audiencia, por las tardes e incluso en las madrugadas. Por otra parte en diversas ocasiones, cuando alguna institución gubernamental o estatal decidía hacer uso de esa prerrogativa, los radiodifusores hacían todo lo posible para regatear e incluso negar ese tiempo. Cuando se realizaron las campañas electorales de 2000, durante varias semanas la CIRT se rehusó a difundir los mensajes del Instituto Federal Electoral para promover el voto entre los ciudadanos. 

   Así que aunque no tenía un valor especialmente significativo en pesos y centavos, el “tiempo fiscal” era una bandera ideológica y política que los radiodifusores más poderosos esgrimían como parte de su relación con el gobierno. Por eso a la directiva que estaba a punto de dejar la conducción de la CIRT encabezada por Bernardo Gómez, vicepresidente de Televisa, le interesaba que el 12.5% despareciera o al menos quedase sustancialmente cancelado para, con ello, obtener un triunfo que los reivindicara ante los agremiados de esa Cámara.

   El propio Gómez, de acuerdo con testimonios publicados y que nunca fueron desmentidos, propició la redacción y cabildeó la aprobación del decreto que modificó aquel 12.5% y del reglamento de la Ley Federal. Algunas versiones aseguraron que esos documentos fueron discutidos y afinados por funcionarios de Televisa y por Marta Sahagún, la esposa del presidente, en la cabaña en donde vivían los Fox en Los Pinos. El presidente o su esposa tenían prisa para que esos ordenamientos fueran aprobados porque querían entregárselos como regalo a Gómez, que el 10 de octubre concluiría su gestión como directivo de la CIRT. Por eso, de manera inusitada, el Diario Oficial publicó una edición vespertina que estuvo impresa a tiempo para la asamblea de esa Cámara.

   En el Decreto presidencial de esa fecha el 12.5%, que equivalía a 180 minutos diarios en las emisoras que transmiten de manera continua, quedó disminuido a 18 minutos diarios en las televisoras y a 35 minutos diarios en las estaciones de radio. Gracias a ese decreto del presidente Fox el país perdió el 90% y más del 80%, respectivamente, del tiempo que el Estado tenía derecho a utilizar en tales medios. El Decreto, además, asignaba el tiempo fiscal únicamente para beneficio del gobierno federal excluyendo, así, a numerosas instituciones del Estado –el Poder Judicial y el Congreso, gobiernos estatales y municipales, IFE, partidos políticos, universidades públicas entre otras–. Meses más tarde el propio Congreso de la Unión modificó esas discriminatorias disposiciones.

   El Reglamento cambió, siempre en beneficio de los radiodifusores privados, algunas normas para aplicar la Ley Federal que había sido promulgada en 1960. Los tiempos autorizados para difundir publicidad serían más flexibles, se disminuyó (del 10% al 5%) el tiempo que del total de su programación cada estación debe dedicar a emisiones en vivo y se estableció un aparente derecho de réplica que no fue tal porque solamente podría ejercerse cuando un material difundido en televisión o radio y que fuese considerado falso no citara la fuente (es decir, si se transmite una calumnia o una mentira pero se menciona de dónde se tomó esa información el afectado no tendría derecho a responder a tales imputaciones).

   El decretazo del 10 de octubre, que fue como sus impugnadores en distintos medios y el Poder Legislativo denominaron a los documentos expedidos ese día por el Presidente de la República, resultaba aun más ominoso debido a que desde marzo de 2001, a instancias de la Secretaría de Gobernación, se había mantenido una “Mesa de Diálogo” que discutía una reforma legal para la radiodifusión. Durante más de año y medio, reunidos en ocho grupos de trabajo que en total sostuvieron 57 sesiones, representantes de docenas de organismos profesionales, empresariales, gremiales, políticos y académicos habían llegado a significativos acuerdos para reformar la Ley de Radio y Televisión [2]. La inopinada expedición del Decreto y el Reglamento del 10 de octubre terminaron con esa construcción de consensos. A la mayoría de los participantes en esas reuniones les pareció que el gobierno federal se había burlado de ellos cuando, al mismo tiempo que los convocaba para discutir modificaciones legales, expedía una normatividad en beneficio de los radiodifusores privados.

 

Difíciles esfuerzos de reforma legal

   La mayor parte de los organismos sociales que habían participado en aquellas deliberaciones resolvieron proseguir, por su cuenta, con ese trabajo. El resultado fue la propuesta para crear una nueva Ley de Radio y Televisión que esos grupos entregaron el 4 de diciembre de 2002 en la cámaras de Diputados y Senadores. Con el fin de que pudiera ser presentada de manera formal 64 senadores, encabezados por Javier Corral Jurado del PAN y Raymundo Cárdenas Hernández del PRD, suscribieron esa iniciativa.

   Aquella propuesta de ley establecía límites a la concentración de muchos medios electrónicos en pocas manos, reivindicaba derechos sociales como el de réplica delante de los medios de comunicación, proponía la creación de un organismo autónomo para regular a la radiodifusión, garantizaba seguridad jurídica en el otorgamiento de concesiones y planteaba un régimen legal específico para los medios del Estado y los de carácter social. La iniciativa fue turnada a dos comisiones senatoriales.

   Durante todo 2003 los senadores que simpatizaban con la posibilidad de emprender una reforma completa para la radiodifusión estudiaron esa y otras propuestas. Los grupos de radiodifusión más poderosos, encabezados por Televisa, se oponían a una nueva ley que limitase el manejo prácticamente discrecional que, por décadas, habían mantenido en los medios concesionados. Ese rechazo y especialmente el temor de las direcciones de los partidos políticos a desafiar al poder de Televisa propició que la discusión sobre la posible ley quedara estancada hasta que, entre las últimas semanas de 2004 y las primeras de 2005, renació el interés por el tema. En distintos foros legislativos y académicos se contrastaron pros y contras de una nueva propuesta elaborada en las comisiones senatoriales que habían analizado las opciones legales para la radiodifusión.

   La nueva iniciativa de ley de Radio y Televisión proponía la creación de un Consejo integrado por cinco especialistas que tendría autonomía funcional y financiera para asignar concesiones y vigilar la aplicación de esa ley. Existiría un límite del 35% para la posesión de concesiones en una misma plaza y por parte de una misma empresa. Ese criterio se aplicaría para el otorgamiento de nuevas licencias y no implicaría quitarle a empresas como Azteca y Televisa las que ya tenían. Los medios no comerciales tendrían respaldos financieros establecidos legalmente, sus directivos no podrían ser sustituidos por los gobiernos en turno y tendrían espacios de participación social para orientar y evaluar sus programaciones. Habría mecanismos para alentar la producción radiofónica y televisiva, en especial la que fuese elaborada por empresas independientes. Se garantizaba el derecho de réplica en televisión y radio al mismo tiempo que se brindaban seguridades para el ejercicio de la libertad en la radiodifusión.

   Esa iniciativa recibió la adhesión de centenares de cineastas, productores, artistas, periodistas, profesores de comunicación y legisladores federales y locales que la consideraron pertinente a la vez que posible. Sin embargo la presión de las televisoras impidió, reiteradamente, que fuese dictaminada en las comisiones senatoriales que debían revisarla. Hacia el primer trimestre de 2005 la propuesta de Ley quedó congelada en el Senado.

 

Ley Televisa

   La posibilidad de modificar la Ley de Radio y Televisión había sido desechada por sus principales impulsores cuando, a fines de 2005, una nueva iniciativa planteó reformas muy distintas. El 1 de diciembre la Cámara de Diputados aprobó serie de reformas a las leyes federales de Telecomunicaciones y Radio y Televisión. La celeridad con que fue avalada esa iniciativa, sin discutirla siquiera, propició que se le conociera como la reforma de los siete minutos porque ese fue el tiempo que requirieron los diputados para votarla por unanimidad. El sesgo que definía a sus contenidos, pensados todos para favorecer a las empresas que ya tenían concesiones de radiodifusión, permitió que se le denominara Ley Televisa.

   La propuesta inicial para esas reformas había sido presentada por Miguel Lucero Palma, diputado del PRI a quien no se le conocía especial interés ni experiencia acerca de la regulación de los medios. Distintas versiones confirmaron, más tarde, que la iniciativa había sido redactada y promovida por Televisa. El más importante de los cambios que implicaba era la autorización a las empresas de radiodifusión que ya tuviesen concesiones de televisión o radio para que en tales frecuencias, además de señales de esa índole, pudieran transmitir servicios de telefonía, datos o Internet. La tecnología digital permite que en el mismo ancho de banda en donde hasta ahora se habían difundido solamente señales de radiodifusión, se puedan conducir además otros servicios. En todo el mundo el empleo de las bandas de radiodifusión para propagar telecomunicaciones adicionales es motivo de ventas o licitaciones. El espectro radioeléctrico es un recurso limitado y por ello especialmente costoso. En México la Ley Televisa estableció que a los radiodifusores ese beneficio adicional les resultara gratis. Una de las reformas indicaba que la Secretaría de Comunicaciones “podrá requerir” una contraprestación por esa utilización adicional de las frecuencias. Al dejar a juicio de la autoridad no sólo el monto sino antes que nada la decisión misma de cobrar una participación específica por esa explotación, la Ley Televisa propició una nueva y arriesgada discrecionalidad en el gobierno.

   La Ley Televisa asignó la regulación de la radiodifusión a la Comisión Federal de Telecomunicaciones cuyos cinco integrantes, designados por el Presidente de la República, podrían ser objetados por el Senado. Ese organismo tendría entre otras tareas la organización de licitaciones para asignar nuevas frecuencias de radiodifusión. Sin embargo cada una de sus principales atribuciones quedó supeditada a la autoridad de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes. Es decir, la Comisión de Telecomunicaciones así diseñada no contaría con verdadera autonomía para tomar decisiones.

   La licitación de concesiones tomaría como elemento principal la capacidad económica de los solicitantes: más dinero, más frecuencias era la fórmula detrás de esas modificaciones. Y a los medios de carácter estatal o social se les marginaba al no reconocer sus necesidades y condiciones específicas, así como al impedirles que pudieran aprovechar sus frecuencias de radiodifusión para conducir otros servicios de telecomunicaciones –a diferencia de las emisoras comerciales a las cuales se les dio carta blanca para emprender esos negocios adicionales–.

   La Ley Televisa fue intensamente discutida. El Senado organizó audiencias en donde la gran mayoría de participantes se expresaba de manera adversa a esa contra reforma. Durante los primeros meses de 2006 el rechazo a dicha iniciativa cohesionó a centenares de escritores, productores, artistas y periodistas así como a legisladores de todos los partidos. El 30 de marzo, después de una discusión inusitada por los variados foros en donde se expresó y el espíritu crítico que orientaba aquellas deliberaciones, el Senado la aprobó con 81 votos a favor y 40 en contra. Los argumentos contra esa propuesta fueron desestimados por la mayoría senatorial. Los dirigentes nacionales y los candidatos presidenciales del PRI y del PAN habían promovido el voto favorable de sus senadores para, así, congraciarse con Televisa especialmente en la temporada de campañas que estaba desarrollándose en aquellas fechas. No obstante ese compromiso político la tercera parte del Senado, con legisladores de todos los partidos nacionales, votó contra esas reformas.

   Ante la Ley Televisa el presidente Fox mantuvo un disciplinado silencio. Aunque dentro de su gobierno había posiciones en contra de esa reforma –durante varios meses la SCT entregó a diversos medios documentos en los que se demostraban riesgos y contradicciones de esas modificaciones legales– el titular del Ejecutivo la promulgó el 11 de abril. 47 senadores presentaron ante la Suprema Corte un recurso para que esa reforma fuera declarada inconstitucional.

   Varios meses después de su promulgación la Ley Televisa seguía siendo discutida dentro y fuera de las instancias judiciales. El presidente no parecía inquietarse por ese cuestionamiento a las reformas de Ley. La radiodifusión le había dado algunas de las pocas satisfacciones que pareció disfrutar durante su sexenio, como cuando se hacía pasar por Ponchito.

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[1] Investigador en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. rtrejo@servidor.unam.mx

[2] Un detallado recuento de esos trabajos fue realizado por Irma Ávila Pietrasanta, Aleida Calleja Gutiérrez y Beatriz Solís Leree en No más medios a medias. Participación ciudadana en la revisión integral de la legislación de los medios electrónicos. Senado de la República y Fundación Ebert, México, 2002.