El sitio de Raúl Trejo Delarbre

 

Para no seguir en Babel

Una reseña de los juicios y reacciones

ante el debate sugerido por Enrique Krauze

 

Publicado en la revista Configuraciones No. 15, 2004.

Raúl Trejo Delarbre [1]

 

Aunque, con razón, deploraba la Babel de confusión en la que se ha convertido nuestra vida pública, con su propuesta para crear un comité que organice debates sobre los asuntos nacionales Enrique Krauze logró, al menos, suscitar la opinión de varias docenas de comentaristas y escritores. Entre mayo y julio de 2004, después de que apareció en Letras Libres, la iniciativa de Krauze fue tema de numerosos textos de los cuales aquí recogemos una veintena [2].

   Concentrada en el establecimiento de un “Comité de Opinión pública integrado por reconocidos intelectuales, académicos y periodistas, dependiente del IFE —que tiene entre sus funciones el fomento de la democracia–”, esa propuesta estaba precedida por un amplio inventario de las debilidades, o la casi inexistencia, de la discusión racional y razonada acerca de los temas que abarrotan, pero no satisfacen, la agenda pública mexicana.

   En “Para salir de Babel” [3], Krauze apuntó: “Hoy por hoy, la política mexicana es un teatro (mitad farándula, mitad reality show) trasmitido en vivo por los medios de comunicación y ubicado en el Eje ‘Los Pinos-Zócalo-Donceles-San Lázaro’, en cuyo escenario hablan el Presidente y su esposa, el Gabinete, el Jefe de Gobierno del DF, senadores, diputados, algunos gobernadores y el coro de la clase política, mientras el resto del país bosteza, abuchea o guarda silencio en las butacas. Para cambiar este desorden de cosas, para tomar la palabra, para alentar una participación política madura, informada y eficaz, los espectadores debemos dejar el teatro y organizar un espacio propio cuyo propósito sea elevar la calidad del debate público”.

   Las esperanzas que surgieron después de las elecciones de julio de 2000, recordaba Krauze describiendo posiblemente su propia desazón pero también la de muchos otros mexicanos que respaldaron a Vicente Fox o confiaron en la alternancia que significaba su presencia a cargo del gobierno, a estas alturas están desbaratadas, o casi. “Sabemos que México está creciendo a tasas alarmantemente bajas, que ha perdido competitividad, mercados y fuentes de empleo, que varias instituciones del antiguo Estado benefactor están en quiebra. De no haber cambios de fondo, el futuro nos deparará una nueva crisis como la de 1982 o 1994, sin que podamos entonces llamarnos a sorpresa ni haya operaciones internacionales de rescate que puedan salvarnos”, indicaba ese triste panorama. “No falta quien culpe a la democracia de la parálisis y añore un régimen autoritario y quizá hasta corrupto, pero que garantice orden y progreso. Son todavía los menos”, advirtió el autor de La presidencia imperial. Y luego propinó un duro recuento de las ineficiencias que, por añadidura a las del presidente, singularizan a otros actores políticos e instituciones.

   Congreso, gobernadores, partidos, jueces, medios de comunicación, iglesia, universidades, empresarios e intelectuales “y la propia sociedad civil, sobre todo los grupos que siguen enarbolando la ley del machete contra el imperio de la ley”, forman parte de ese estancamiento: “En diversa medida, todos somos responsables. Conquistamos la democracia pero no hemos sabido cómo habitarla”. Los principales temas del cambio se han convertido en elementos de una parálisis institucional, pública y nacional.

   “Los ciudadanos –decía Krauze más adelante– esperaban una deliberación de altura en torno a esas reformas o a otras, acaso más importantes, como las relativas a la estructura política. No hubo tal. ‘El Presidente propone y el Congreso dispone’, dijo Fox aquel remoto 1o. de diciembre. A tres años y medio de distancia, el saldo es negativo: el Congreso dispuso no disponer”.

   Al bloqueo –y sobre todo el pasmo, añadiríamos nosotros– de los legisladores, se añade la crisis de los partidos. Así, el ensayo aparecido en Letras Libres pasaba revista a los entorpecimientos de los principales actores públicos. También incluyó a los medios de comunicación. La televisión, recordó Krauze, “no ha sabido tampoco estar a la altura de los tiempos”. Y añadió: “La televisión podría ser un foro espléndido para que los actores de la vida pública y los ciudadanos en general (estudiantes, académicos, empresarios, militares, religiosos, obreros, campesinos) debatan (no sólo conversen) sobre los temas urgentes de nuestra agenda pública”.

   “Los intelectuales también son (somos) responsables –reconoció más adelante–. George Orwell (escritor de izquierda liberal) señaló que el signo más sombrío del siglo XX era el desdén del intelectual por la verdad objetiva. Creo que su visión se aplica aún a muchos de nuestros escritores y editorialistas, que no han sabido reunificar los ideales legítimos de la izquierda (la igualdad, la atención a los desfavorecidos y a los grupos minoritarios) con el liberalismo clásico y vigente”. Después de cuestionar el elogio que, a contrapelo de ideas y principios y sin el menor rigor intelectual algunos escritores y opinadores todavía hacen de personajes autocráticos como Fidel Castro y Hugo Chávez, Krauze describió la complacencia con que suelen asumirse muchas de las costumbres e instituciones del viejo régimen político mexicano: “no se ha hecho la crítica definitiva del ejido, el sindicato corporativo, las instituciones públicas, las empresas estatales. Se toman como verdades reveladas. Y los guardianes de ese dogma suelen ser los que deberían poner en entredicho todos los dogmas: los intelectuales. ¿Y los intelectuales liberales? En México hay algunos, y nuestro desempeño también ha sido pobre”.

   Apuntaba: “Para entender y dar a entender los problemas actuales, el ensayo de ‘llamado moral’ en la tradición francesa y española, que practicaron Ortega y Gasset, Reyes, Vasconcelos, Cosío Villegas y Octavio Paz (y al que, supongo, pertenece este texto) parece un género limitado. Necesitamos mucho más: solidez crítica, datos duros, imaginación editorial, incisiones limitadas pero profundas en la realidad”.

   El problema que Krauze identifica detrás de ese cuadro es la ausencia de espacios y reglas para discutir: “Nuestras fallas denotan una común falta de claridad sobre la agenda de nuestros problemas nacionales, sus posibles soluciones y el papel que a cada uno le corresponde en ellas. Vivimos una Babel cotidiana en donde lo fundamental se confunde con lo nimio. Es preciso buscar una salida racional a esta confusión reinante, es necesario salir de Babel”. A diferencia de transiciones como la española y la brasileña, en donde los actores políticos tenían acuerdos básicos claramente explícitos, “nosotros no tenemos siquiera un acuerdo de cómo resolver nuestros desacuerdos”

   De allí la propuesta: “si el objetivo es sustanciar la democracia elevando la calidad del debate, debería crearse un Comité de Opinión Pública (dependiente quizá del IFE, aunque no necesariamente) encargado de organizar debates (televisados y radiados en los horarios de alta audiencia, patrocinados por un grupo tal vez revolvente de anunciantes privados) sobre los grandes problemas nacionales”.

   Krauze y su revista sugirieron la creación de “un fideicomiso integrado por aportaciones de empresarios prominentes, administrado por el IFE, cuya función sería generar intereses suficientes para que el Comité pueda comprar espacio comercial en televisión y radio”. El Comité se reuniría mensualmente para establecer tema y participantes de cada debate “trasmitido en vivo por televisión y radio en horarios de máxima audiencia”. La propuesta precisa reglas, tiempos y formato de esos debates y sugiere la realización de encuestas, a cargo de los medios, que recaben la opinión de los ciudadanos después de cada sesión. Los resultados de tales sondeos y el contenido del debate serían enviados al Congreso y al presidente de la República “para señalarles lo que opina la sociedad, exhortándolos a que actúen en consecuencia”.

 

Debate ya hay

   Esa fue la propuesta de Krauze. Apenas comenzó a circular, esa edición de Letras Libres comenzó a ser comentada. Miguel Ángel Granados Chapa [4] recordó el 11 de mayo que tanto en los medios, como en el Congreso, las universidades y otros sitios, “todos los días, en toda suerte de foros se discuten asuntos de gran relieve, abordados desde perspectivas académicas y políticas”. Sin embargo “no hay conexión todavía, no la hay de modo permanente al menos, entre el saber social construido entre todos, y la conducción del país, a través de los poderes públicos”. Por eso, el autor de la columna Plaza Pública consideró: “Independientemente de la mecánica propuesta por Letras Libres, la idea de promover el debate puede imprimir un fuerte impulso a la circulación de propuestas constructivas y al libre flujo de las ideas, de modo que los protagonistas de la escena pública no se limiten a procurar sacar avante las suyas propias, ajenos a la posibilidad de ensamblarlas con las ajenas; y el público en general trasponga la situación de neurosis contemplativa en que todo irrita y frente a lo cual poco o nada se hace”.

   Por lo pronto, Granados Chapa sugirió comenzar con un debate sobre el papel de los medios electrónicos. Un texto de Sergio Sarmiento publicado en la misma edición de Letras Libres en donde apareció la propuesta de Krauze serviría como inicio de esa discusión ya que allí se considera que "la televisión es un pésimo vehículo para la discusión de los temas importantes de la sociedad".

 

Coartada y rating

   Menos amable fue el comentario de Jorge Medina Viedas [5] que después de calificarlo como “intelectual de derecha” considera que en su análisis se encuentra “la repetición ordenada y plausible de visiones e interpretaciones de la realidad del país, donde regresan las inevitables reiteraciones conservadoras de Krauze sobre el ejido, el sindicato corporativo, las instituciones públicas, las empresas estatales”. En ese texto, publicado el 13 de mayo, Medina impugna la actitud de Krauze acerca de los partidos políticos: “Con la coartada de sustanciar la democracia, se ignora el papel de los partidos y se ofrece un proyecto ciudadano para sustituirlos de sus tareas de mediación con los poderes. Una vía fácil de darle poder a ciudadanos que no le rinden cuentas a nadie, que como los conductores de radio y de televisión se toman el derecho de hablar y opinar en nombre de la sociedad, de una sociedad que no les otorgó representación alguna”.

   Carmen Aristegui [6], al día siguiente, comentó que era indispensable tomar en serio la propuesta de Krauze, aunque no se estuviera de acuerdo con ella. “Lo importante es inyectar a nuestra sociedad un nuevo ánimo. Reconocer que la fiesta electoral se acabó y que son necesarias muchas tareas para no seguir dilapidando el tiempo de construcción. Si demócratas queremos ser, algunas responsabilidades debemos asumir más allá del voto”, apuntó esa periodista.

   “Para hacer viable una propuesta como la de Letras Libres o alguna otra similar –consideró Aristegui– hacen falta muchas cosas: cambiar la perspectiva, colocarnos en un nuevo ángulo que despeje horizontes, encontrar la forma de rodear el diseño institucional que conspira contra nuestra democracia, destrabar esa serpiente que se muerde la cola, y establecer una nueva ruta. No se trata de lanzar un mensaje optimista bobalicón, sino de no renunciar a las únicas herramientas posibles para resolver nuestros problemas desde la diversidad, y desde una vida democrática. El llamado es general y el sentido es de urgencia. Necesitamos sacudirnos y presentar una nueva disposición”.

   Sobre la contradicción que habría entre el contenido habitualmente impopular de los debates y la necesidad de rating que suele definir a los medios, la conocida conductora de radio y televisión propuso: “Las audiencias, ya se sabe, no son precisamente aficionadas a ellos. Se pueden explorar nuevas formas que atraigan más al público. Se debe reconocer que los medios masivos se diseñan por nichos de mercado y con audiencias diferenciadas: no me imagino un solo debate que atrape la atención de grandes franjas de la población”.

 

Intelectuales extasiados

   A Ricardo Raphael [7] , el 14 de mayo, le pareció que a la propuesta de Letras Libres, con la que coincidía, le hacían falta profundidad y consistencia. Este fue su razonamiento: “Durante estos últimos años, los actores de la vida pública mexicana se han dedicado a producir tantas iniciativas como granizos caen en una tarde de tempestad. Entre tanto, la sociedad no se ha dotado de espacios públicos (no académicos) donde, con la suficiente serenidad, se construyan pisos compartidos para el diagnóstico de los problemas comunes, se forjen y maduren públicamente las ideas colectivas y se concluya en soluciones políticas que dejen satisfechas en lo esencial a las partes deliberantes”.

   “El problema de fondo –añadió ese profesor del CIDE– surge cuando nadie, ni siquiera el intelectual cuya responsabilidad social requiere precisamente de esa calma, quiere perder tiempo en la lenta elaboración que se necesita para lograr frutos en el debate colectivo. Nuestros intelectuales, como los políticos mexicanos, caen extasiados ante la pronta retribución mediática para todo lo que declaran. Hoy su capital no está en la capacidad de que posean para proponer ideas inteligentes, sino en el número de veces que los medios de comunicación les tomen en cuenta”.

   Junto a ese razonado recelo ante los medios, Raphael expresaba prevenciones sobre el organismo propuesto: “Me quedo con la impresión de que un comité de opinión pública expuesto a todos los reflectores, como el que propone Krauze, sería una forma de reproducir la nefasta mecánica en la que estamos instalados para la producción de ocurrencias. Quizá sea tiempo, más bien, para que quienes tienen como vocación la creación de buenas razones se pongan a trabajar con mayor humildad, lentitud y recogimiento. Sólo así podrían ayudar, con su grano de arena, a vertebrar el entendimiento que se requiere para que nuestra sociedad debata racionalmente”.

 

Renuencia de los partidos

   Gilberto Rincón Gallardo el 15 de mayo [8], después de considerar a la propuesta de Krauze como plausible, seria, bienvenida y breve aunque clara y precisa, y como brillantes al artículo que la contiene y a su autor, consideró que “lo que hace de manera intencionada es tratar de comprimir, en un formato adecuado a una sociedad como la nuestra ampliamente influenciada por los medios de comunicación, lo que debería ser el proceso regular de formación de la opinión pública en cualquier sociedad democrática medianamente desarrollada”.

   Sobre el mecanismo para propagar los debates Rincón Gallardo advirtió: “No debe subestimarse la influencia de una opinión pública bien informada en la mejora del desempeño de su clase política en razón de exigencias bien fundadas. Sin embargo, tampoco debería sobrestimarse esta capacidad de influencia... El problema actual de la política mexicana no consiste en la ausencia de diagnósticos adecuados acerca de los grandes temas nacionales o que éstos no se hayan vertido en los medios de comunicación, sino en la renuencia de quienes toman las decisiones para alcanzar acuerdos políticos, pues, en alguna medida, la situación que prevalece es conveniente (o al menos parece serlo) para la mayoría política”.

   Lo que falta, más que propuestas, es que los partidos se pongan de acuerdo, sugirió ese antiguo dirigente comunista y social demócrata: “Desde luego, es bienvenida esta propuesta de Krauze y esperamos verla pronto en funcionamiento, pero no deberíamos olvidar que el otro término de la ecuación sigue sin claridad: el de la decisión real de los grupos políticos para alcanzar acuerdos de fondo. Pese a todas sus declaraciones, lo cierto es que los acuerdos y quienes realmente los promueven siguen siendo vistos con sospecha, y la confrontación es un valor más relevante y productivo que el acuerdo y el consenso”.

 

Entender a los contrarios

   De otra índole fueron las reservas de Claudia Ruiz Arriola [9], en un texto aparecido el 16 de mayo. A pesar del entusiasmo que despertó, al método de Krauze para organizar la discusión de los asuntos públicos le faltaba una actitud distinta de parte de los actores de tales deliberaciones, en opinión de esa escritora. “Debatir implica entender que los puntos de vista rivales son frágiles opiniones personales o de partido y no Verdades irrefutables. Debatir implica admitir que ser cuestionado en público no es una afrenta personal que deba vengarse en la primera oportunidad que se presente (¿qué me ves, caón?). Y, sobre todo, debatir es aceptar que el fin del debate no es exaltar a una parte y humillar a la otra, sino que se trata de una exploración colectiva de alternativas para dar con la mejor propuesta y/o la vía de acción más deseable para el país”.

   Después de acudir a Aristóteles para recordar la grandeza de espíritu que se requiere para admitir los argumentos de otro, esa filósofa y consultora enumeró las pobres concepciones que algunos destacados políticos mexicanos tienen acerca del debate: “Para ellos, debatir es descalificar (Madrazo, Diego). Es ser chistosos y dicharacheros (AMLO). Es defender Verdades (con mayúscula) que no están dispuestos a cuestionar (Cuauhtémoc Cárdenas). Es el artero intento de querer quedar bien con todos (Derbez, Fox, Creel), sin quedar bien con ninguno. Es el arte de no rendirse ante la evidencia, no retractarse de sus falsas acusaciones y no reconocer que el otro –aunque les caiga gordo– puede tener razón de vez en cuando”.

 

Opinión pública y mecenas

   En el mismo tenor, ese día Ricardo Alemán [10] recordó que hablar del diálogo está de moda. Dirigentes de todos los partidos y gobernantes de todos los niveles se dicen, a diario, dispuestos a dialogar. “Pero todos entienden el ‘diálogo’ no como el intercambio de opiniones y puntos de vista para encontrar la mejor alternativa para la conducción del país, sino como la imposición de puntos de vista, la derrota del adversario, la ganancia por adelantado y el atesoramiento de privilegios y territorios”.

   A la propuesta de Krauze, ese columnista le encontró una discutible concepción acerca de la opinión pública, de la cual a su juicio se derivan los riesgos principales del comité organizador que sugiere. Para Alemán la opinión pública es la “facultad de los ciudadanos, de juzgar las acciones del Estado o del poder político a través del debate abierto; en los medios de comunicación, las plazas, las universidades”.

   Esa definición es contradictoria con la idea de encargar “la ‘conducción’ de la ‘opinión pública’ a un grupo de ‘mecenas’, que patrocinarían la difusión en televisión y radio de los debates programados por el Comité de Opinión Pública”. El poder económico de esos patrocinadores acotaría la capacidad de la sociedad para expresarse en ese ejercicio deliberativo.

   “La formación de una cultura del debate, y la difusión abierta y masiva de los debates, de eso que conocemos como ‘opinión pública’ –concluyó Alemán– no se puede resolver desde la plataforma de la mercadotecnia, vinculada al poder de los actuales medios electrónicos, sino desde la presión que ejerce la propia ‘opinión pública’ para abrir nuevos espacios de debate mediante reformas al actual sistema de concesiones de radio y televisión; no puede depender de "mecenas" y menos estar sometida a una institución como el IFE, que es el mayor centro de financiamiento y poder de los partidos políticos. El problema es mucho más de fondo, y pasa por la reforma del Estado”.

 

Voceros políticos en exceso

   Similares fueron las objeciones de Ramón Cota Meza [11]: “nada garantiza que un comité, por selecto que fuese, elegiría los temas pertinentes; dada su fuerza institucional, no escaparía a las presiones políticas y económicas para definir lo relevante; finalmente, marginaría ideas nuevas que sólo pueden surgir de la reflexión autónoma”.

   Además, dijo ese escritor, en México sí hay entendimientos en algunos temas fundamentales: “Un debate público no es como un juicio legal que se zanja con una sentencia. Los argumentos no se dirigen a un juez que tendrá la última palabra, sino a la conciencia pública, cuyo estado sólo podemos apreciar por tanteo, aún con sondeos de opinión, que suelen arrojar figuras harto parciales. Recordemos algunos de los debates más candentes: la cuestión de la autonomía indígena, cuya promulgación parecía inevitable, pero no resultó así. ¿Influyó el debate? Reforma eléctrica: ¿estamos ahora más conscientes de sus consecuencias que cuando la iniciativa se presentó? Reforma fiscal: sorpresa, la recaudación en 2003 fue mayor que la prevista por la reforma. ¿Dónde están los argumentos a favor? La guerra de Irak: ¿dónde están los argumentos que la justificaron? El acuerdo migratorio: ¿se discute ahora con la ligereza del pasado inmediato? Todos estos temas se han debatido con amplitud y pasión, pero no es fácil evaluar el efecto de los argumentos sobre la conciencia de los actores políticos, el público y los medios de comunicación. Es probable que no estemos tan perdidos en Babel como se pensaría al dejarnos envolver por el ruido cotidiano”.´

   Cota Meza apuntaba una tendencia frecuente en la prensa, cuando el exceso de voceros políticos desplaza a los analistas profesionales: “Hay por lo menos tantos políticos como editorialistas comprometidos con su trabajo. Al parecer, esta situación empieza a cambiar por la conciencia profesional de los editores, pero sigue habiendo muchos articulistas sin compromiso con el lector común. Quizá hay escasez de editorialistas profesionales y el hueco tiende a llenarse con personalidades públicas y expertos monotemáticos". Ese articulista consideró que la madurez del debate político no depende tanto de un comité como el que sugiere Krauze sino del profesionalismo de quienes opinan en los medios de comunicación.

 

Ángeles y legisladores

   Leo Zuckermann [12], el 19 de mayo, cubrió de calificativos la propuesta de Krauze: provocadora, contundente, certera, sugerente, sediciosa. Pero también la consideró ingenua: “Nadie puede negar que sea positivo para un país que se abran espacios para el debate de los grandes temas nacionales. Sin embargo, como muchos ejercicios anteriores de deliberación, todo puede concluir en palabras al viento sin traducirse en acciones reales de cambio”.

   El problema, para ese profesor del CIDE, es que el Poder Legislativo y los partidos no tienen motivos para funcionar de manera distinta a como vienen haciéndolo: “Los partidos son dueños del poder y se rehúsan a renunciar a esta prerrogativa. No quieren, por ejemplo, devolver el poder a los ciudadanos permitiendo la reelección de los legisladores. Además, están en una situación cómoda, ya que la sociedad civil tampoco los presiona para cambiar el statu quo. ¿Por qué, entonces, los partidos tendrían que enmendar unas reglas que los favorecen? ¿Por qué darse un balazo en el pie?”.

   En España, por ejemplo, los políticos –que no son más inteligentes o voluntariosos que los mexicanos– tienen el acicate que significa la membresía en la Comunidad Europea. “Así que el problema no es de voluntad o de que de repente nuestros políticos se iluminen y sean responsables. Además, ya viene siendo hora de asumir que en México no habrá pactos de la Moncloa que, de la noche a la mañana, cambien las reglas del juego e incentiven la cooperación entre las distintas fuerzas políticas del país”.

   Al comité de opinión sugerido por Letras Libres, Zuckermann le encontró tres bemoles: el elitismo que puede “acabar en un comité de notables que impulsaría una agenda de acuerdo a los intereses de cada uno de los participantes y que, además, recomendarían a sus amigos para debatir”; el desinterés de la sociedad que preferiría ver otros programas antes que los debates políticos y la inutilidad que tendría el envío de transcripciones y encuestas al Congreso y al Ejecutivo: “Ya parece que los legisladores, de repente, se van a comportar como ángeles y van a asumir las propuestas enviadas por el comité. ¿Por qué tendrían que hacerlo?”.

 

Puntualizaciones

   En un artículo publicado el 23 de mayo [13] Krauze acusó recibo, públicamente, de los textos que hasta entonces habían comentado su propuesta. Allí organizaba en ocho rubros los desacuerdos con esa iniciativa:

   “a. Desconfianza en que un ‘comité de notables’ resuelva los problemas que corresponden a la sociedad en su conjunto...

   b. Desconfianza en la capacidad de la televisión como espacio para debatir los problemas en profundidad...

   c. Debates sí existen, lo que falta es la voluntad política para traducirlos en resultados prácticos...

   d. Los medios no son el espacio adecuado para las discusiones públicas: son las instituciones políticas, como el Congreso y los partidos políticos...

   e. La sociedad no está madura para ejercicios democráticos de esta naturaleza...

   f. Los debates acabarían al servicio de ‘los poderes fácticos’...

   g. No existen mecanismos reales que obliguen a los poderes a llegar a acuerdos concretos...

   h. Reparos varios. El IFE ‘burocratizaría el debate’... y terminaría por engrosar su aparato... La palabra Comité es desafortunada.... El formato propuesto es poco atractivo”.

   El director de Letras Libres consideró que todas las objeciones “contienen elementos válidos pero si, como parece, ninguno de los críticos reprueba en principio la propuesta, cabe pedirles sugerencias concretas para modificarla o enriquecerla. De entrada, conviene disipar un equívoco: una cosa es el debate parlamentario (cuyo sentido final es legislar) y otra muy distinta es el debate social (cuyo sentido es ofrecer al público ideas claras sobre los problemas). En el asunto de la electricidad, por ejemplo, existen posturas encontradas con respecto a la privatización. Aunque son razonables, el público carece de un cuadro completo sobre la situación de la industria y las diversas opciones que se abren para mejorarla. En el mismo tema eléctrico, hay conflictos potenciales de índole jurídica, económica, sindical, política, que sería útil comprender y airear. No se trata, hay que subrayar, de un programa más de conversación (los hay, y muy buenos). Se trata de una disputa a fondo en la que los protagonistas empeñarían lo único que tienen: su poca o mucha credibilidad pública. Si se plantean con un formato (televisivo, radiofónico, periodístico, internético) adecuado, los debates pueden despertar, enriquecer y afinar la conciencia ciudadana sobre los grandes problemas del país, lo cual es un fin en sí mismo. En el mejor de los casos, la masa crítica creada por los debates ayudaría a corregir, al menos en parte, los viciados usos y costumbres de nuestra vida política”. Con esas puntualizaciones, Krauze invitó a proseguir el debate sobre el debate.

 

Grupo de notables

   Así lo hizo el diputado priista Francisco Rojas [14], el 25 de mayo. La responsabilidad pública de ese legislador hacía especialmente peculiares sus comentarios. Rojas reconoció: “el pleito diario entre los diferentes agentes políticos, la consiguiente falta de acuerdos para gobernar y la frivolidad con que actúan parte de la clase política y los partidos amenazan con arrastrar al sistema político a peligrosos niveles de ingobernabilidad. La parálisis empieza a convertirse en arteriosclerosis que afectará, ni duda cabe, a la totalidad de los sectores”.

   Rojas no solo cuestionó a la clase política. A la sociedad la identificó como “acrítica que no sabe qué hacer con la democracia que ha construido”; en los medios, encontró que “con honrosas excepciones, no ayudan mucho; en los impresos y los electrónicos privan la chabacanería y el amarillismo sobre la nota seria y la opinión atendible”.  Entre los intelectuales, consideró que “se entroniza el tono académico que ahuyenta al público en lugar de atraerlo”.

   Ese diputado consideró que el Comité de Opinión Pública sugerido por Krauze encontraría problemas prácticos: “no parece fácil que un grupo de notables pueda construir los escenarios para que los diversos actores políticos alcancen los acuerdos que el país requiere. Quién escogería ese grupo de notables y cuál sería la fuente de su legitimidad. Parecen más factibles los clubes de debates en las escuelas para crear la cultura de la discusión respetuosa y civilizada, para forjar una sociedad crítica capaz de presionar a los agentes políticos a ponerse de acuerdo o a irse a su casa”.

   Además, recordó, recientemente el Senado aprobó una iniciativa para crear el Consejo Económico y Social “como organismo autónomo e independiente, de carácter permanente, que tiene como función primordial ser un órgano consultivo del gobierno federal y del Congreso de la Unión, que formulará recomendaciones públicas no vinculatorias, así como promover el diálogo social y consenso entre los agentes sociales y económicos”. Tampoco ese espacio –que estaría formado por 60 personas y cuya aprobación dependía entonces de la Cámara de Diputados– sería un organismo útil: “se convertiría, según mi opinión, en otro consejo de notables cuyos esfuerzos serían poco adecuados para el objetivo trazado”.

 

Público y publicado

   José Fernández Santillán [15] reaccionó a los comentarios de Krauze (que se había referido a una declaración que ese politólogo hizo en un programa de radio) insistiendo en que el comité de opinión pública le parecía riesgoso. “Decir que se actúa a nombre y por cuenta de toda ‘la sociedad’ es lo que no se sostiene en pie. Si Luis XIV se atrevió a decir: L`État c`est moi (‘El Estado soy yo’), cuidado con que nos vengan a decir ‘La société c`est moi’ (‘La sociedad soy yo’). Reconozco el temple liberal de Krauze y, por tanto, creo que una observación de este tipo lo hará reflexionar sobre el conjunto de sus planteamientos, varios de los cuales contienen aportaciones que van más allá del mentado comité”.

   Fernández recordó además que “una cosa es la opinión pública y otra, distinta, la opinión publicada. Una cosa es lo que piensa y dice la gente, y otra lo que piensan y dicen los medios de comunicación. A veces hay coincidencias; pero también hay divergencias. Conviene no mezclar los dos asuntos porque de otra manera se puede pensar que los medios de comunicación, en especial la televisión, son los dueños de la razón pública y el instrumento idóneo para consolidar las posiciones e intereses propios”.

 

Reservas y pesimismo

   Iván Ruelas [16] también expresaba reservas sobre el Comité: “¿Quién va a definir los intelectuales, académicos y periodistas (que) van a conformar el mencionado comité, cuáles van a ser los parámetros para nombrarlos y sustituirlos? ¿Va a haber un número 900 para la expulsión? Ese comité tiene que rendirle cuentas a alguien, no solo sobre sus finanzas, sino también sobre sus resultados. ¿Cuáles van a ser los parámetros que van a juzgar si el comité está sirviendo de algo? Quizá es un tanto agresivo cargarle la responsabilidad al IFE, pero sí corresponde explicar que debería ser un organismo público y autónomo el responsable de organizar, juzgar y conducir los debates públicos”.
   “Erigirse como aquél quien puede decirnos ‘lo que opina la sociedad’ –decía más adelante– puede causar envidias y controversias. Quizá hay que evaluar el peligro de dividir más aún nuestros lenguajes, de crear la manzana de la discordia... más allá de la ‘casa de la democracia’, podríamos estar tratando de construir una escalera al cielo de la democracia... la Babel misma”.

   Jaime López-Aranda Trewartha [17] compartía páginas y pesimismo con Ruelas: “Es posible que Enrique Krauze tenga razón cuando señala –‘Para salir de Babel’, en la edición de mayo de Letras Libres– que conquistamos la democracia pero aún no hemos sabido habitarla. Eso explicaría –y quizá justificaría– la obsesión por la pedagogía democrática. Después de todo, quizá sea necesario educar a los ciudadanos –y, por extensión, a los políticos– en los detalles finos de la vida democrática. Sin embargo, este analfabetismo democrático no justifica concentrar la agenda del debate nacional en la posibilidad de crear un debate nacional”.

   Ese comentarista concluía: “El Diálogo –con mayúsculas– es un recurso retórico que sirve apenas para distraer la atención y del que nadie debería sentirse orgulloso. El diálogo –con minúsculas– lleva mucho tiempo entre nosotros y dista mucho de ser una panacea para los males del país”.

 

Dos revistas al ruedo

   Más allá de la prensa diaria, dos revistas mensuales incluyeron reacciones a la propuesta de Letras Libres. Marco Levario Turcott [18], director de etcétera, revista especializada en medios, hizo entre otras las siguientes consideraciones:

   “Aunque a menudo el protagonismo entrecruce sus responsabilidades en la vida pública, los medios de comunicación no pueden ni deben sustituir el debate y los acuerdos que supone el ejercicio de la política. Precisamente en ese recurrente intento de los medios está uno de los problemas de nuestra incipiente democracia. Los medios no deben erigirse en un tribunal de la opinión pública ni a través de ellos se puede conformar una atalaya que dicte lo que tienen que hacer los actores de la política.

   “Al gobierno y a los partidos corresponde resolver las reformas que el país necesita y para ello han de reconocer lo elemental, que la política significa acuerdos y que éstos implican costos. Fundamentalmente a esa falta de visión y de voluntad política se debe la parálisis del país a la que alude Enrique Krauze, y no a la ausencia de ideas para hacer posible las reformas.

   “ En más de un sentido, la función social de los medios electrónicos se encuentra en entredicho. Esas empresas deben cumplir con los tiempos de Estado y con esa función social establecida por la ley federal que rige su funcionamiento. Por eso no vemos por qué a los medios electrónicos hubiera que pagarles el tiempo dedicado a los debates”.

   Sobre el formato para la discusión, Levario comentó que había “el riesgo de conformar un espectáculo de medios más que un intercambio razonable y con propuestas”. Además le pareció que no era tarea del IFE organizar eventos de esa índole pero que una sede para los debates podría ser la Universidad Nacional.

   Entre los temas a discutir en esos encuentros, etcétera sugirió “el papel de los medios de comunicación en la transición democrática, así como la reforma de la Ley Federal de Radio y Televisión y de la Ley de Imprenta”.

   También en junio, la revista Nexos publicó un comentario de Ricardo Raphael [19]: “El diagnóstico que hace Enrique Krauze es pertinente y correcto. Sin embargo, la propuesta de crear un Comité de Opinión Pública que organice el debate público como ruta Para salir de Babel deja de lado otros elementos del diagnóstico”. Entre ellos, Raphael mencionó la incapacidad de la televisión para ser espacio idóneo del debate público: “El nivel de precisión y detalle que se requieren para abordar con seriedad los temas que importan son antitéticos con respecto a la necesidad de ganar auditorios de inmensas proporciones”.

   Sobre el mecanismo para organizar la discusión, ese analista coincidió con otras opiniones críticas a la propuesta de Krauze: “Un comité integrado por elegidos –y por tanto propenso a la marginación– que pretendiese centralizar la deliberación democrática a la luz de los medios electrónicos de comunicación sería contradictorio con esa intención. Habría, más bien, de buscarse un método que no fuese esencialmente mediático ni deliberadamente excluyente”.

 

Calificar del 1 al 10

   De nuevo en los diarios y ya avanzado el mes de junio, Enrique Canales [20] propuso que las deliberaciones se llamaran “ ‘Debate Nacional Alternativo’, o DNA, pues podría llegar a ser parte de nuestro código genético que determine nuestra futura actuación”. Los temas a discutir tendrían que considerar definiciones conceptuales pero también propuestas específicas.

   Ese comentarista sugiere equilibrar “la profundidad de las ideas y la teatralidad del debate” y expresa motivos como los siguientes: “Decía Ortega y Gasset que escuchar a los prudentes siempre era muy aburrido y que los exagerados siempre se volvían más interesantes. Pero, por otro lado, la misma exageración es una falsedad, por lo tanto, si deseamos capturar a la audiencia, es necesario a) discutir los argumentos que respaldan las acciones a realizar, b) acentuar del lado exagerado las ventajas y los peligros de esas acciones. Ahora bien, para mantener el hilo de la trama del DNA en esa sesión en particular casi todo debería de girar en torno a una emocionante pregunta sobre llevar a cabo la recomendación de alguna acción, para concluir con una respuesta propuesta al final de dicha sesión. Por ejemplo: ¿Nos conviene enviar tropas voluntarias mexicanas a misiones de paz de la ONU?”.

   Además, pensando en el sentido del espectáculo que sugiere para esos encuentros, Canales propone calificar dada participación: “En vista de la necesidad de a) mantener el interés racional y emocional de los ciudadanos de la audiencia, b) aprender a debatir mejor, c) sacar conclusiones prácticas y útiles para nuestras autoridades, d) despertar la secuela de la segunda y la tercera derivadas de las discusiones, entonces convendría que un grupo, digamos, de tres jueces calificara del 1 al 10 a cada participante, en dos competencias: a) por la calidad de sus aportaciones al contenido de la discusión y b) por la calidad de su lógica argumentativa”.

 

Un debate social

   Denise Dresser [21] matizó algunas de las objeciones al debate. Recordando las opiniones de quienes dijeron que ese ejercicio resultaría inútil si no producía acuerdos, escribió: “México no necesita debates en los medios sino acuerdos en el Congreso, dicen. Los intelectuales se dedicarán a debatir y los políticos se dedicarán a ignorarlos, dicen. Y en parte tienen razón. La propuesta de Krauze tiene por objeto influenciar a las instituciones, presionar a los políticos, usar a la opinión pública para marcar rutas y colocar cercos. Pero el debate público –en cualquier modalidad– tiene un valor en sí mismo y por ello hay que ir más allá del esquema propuesto. Hay que concebir el debate para educar no sólo para influenciar; el debate para construir ciudadanos no sólo para presionar a políticos; el debate para proveer conocimiento a la población y no sólo para exhortar a sus representantes; el debate para informar a la opinión pública y no sólo para usarla como cuchillito de palo”.

   Sobre el elitismo del comité sugerido por Letras Libres, apuntó:   “Hay quienes argumentan que los debates serán poco representativos dado quienes participarán en ellos. Serán secuestrados por un comité de notables, dicen. Se impulsarán agendas personales e intereses tribales, dicen. Y en parte tienen razón. Krauze ha propuesto un comité con intelectuales, académicos y periodistas que someta a discusión las inquietudes ciudadanas. Pero en esa idea están ausentes los ciudadanos mismos. La propuesta de Krauze necesita mirar más allá de las voces de siempre, los perfiles de siempre, los pensadores de siempre. Necesita contemplar formas de involucrar a ciudadanos comunes y corrientes. Necesita pensar en maneras de crear una cultura del debate fuera del formato contemplado. En esencia se trata de ampliar el debate, de democratizarlo, de ciudadanizarlo. Se trata de convertir el debate intelectual en un debate social”.

   Esa comentarista sugirió que el comité organizador elabore “un padrón de ciudadanos interesados en participar y debatir”. De entre ellos, se sortearían a quienes podrían hacer preguntas en los debates.

   Dresser, además, consideró que a la televisión había que aprovecharla a pesar de sus limitaciones. “No se trata de contraponer a la televisión al Congreso, ni de marginar a las instituciones políticas para privilegiar la pantalla. Se trata de construir otros espacios para la discusión pública. Se trata de reconocer que un poco de información útil –que la televisión puede multiplicar– es mejor que mucha información ociosa. Si el eje de los grandes problemas está en el Congreso, el eje de las grandes soluciones está en los ciudadanos mejor informados”.

 

Encuentro de revistas

   Al mes siguiente, en su edición de julio, Letras Libres publicó una breve carta de José Woldenberg [22], director de Nexos. Dirigida a Krauze, la misiva comienza: “Creo en efecto que el nivel de la discusión política en nuestro país no es el adecuado para enfrentar los enormes problemas y retos que se nos presentan. En ese sentido, el diagnóstico que publicaste en Letras Libres resulta oportuno y elocuente”.

   Woldenberg recuerda que durante 26 años Nexos ha buscado “contribuir a generar un debate informado y racional” y le pregunta a su colega de Letras Libres qué propuesta tendría para la participación de esa revista. “Por nuestra parte –finaliza– ponemos a tu consideración la posibilidad de llevar a cabo un Encuentro, organizado por ambas revistas, donde se pudieran discutir algunos de los temas relevantes que importan al país”.

 

Babel política y mediática

   Semanas antes, entre el 10 y el 13 de mayo, el autor de este recuento [23] comentó algunos de los problemas que sugería la iniciativa de Krauze y su revista. Esa propuesta, dijimos entonces, partía de una convicción documentada en el estruendo y los escándalos que nos han entretenido tan superfluamente durante los meses recientes: si lo que falta en la democracia mexicana es elevar la calidad del debate –podía suponerse– un grupo plural y con autoridad intelectual estaría en aptitud de promover discusiones, para las cuales se buscaría amplia difusión en televisión y radio, acerca de los asuntos sustantivos que el país debería tener entre sus prioridades.

   La iniciativa de Letras Libres resultó sugerente. La posibilidad de llevar a los medios un auténtico debate de ideas, capaz de contrastar los contenidos habitualmente vanos o demasiado coyunturales que suelen difundirse en radio y televisión, contrastaba con la ausencia de propuestas que angustia hoy al espacio público mexicano.

   Ese ánimo propositivo pudo ser reconocido, antes que nada, como saludable. A diferencia de la mayoría de las revistas y diarios que habitualmente se pertrechan en temas y autores cercanos a sus intereses y simpatías y que no suelen reconocerse como interlocutores mutuos, la iniciativa de Krauze y su publicación no tendría sentido si no interesaba en otros circuitos editoriales, sociales y políticos. Entenderse como parte de una sociedad en la que hay distintos puntos de vista sobre cualquier asunto de importancia, tendría que ser un primer paso hacia la tolerancia y el ánimo deliberativo que Letras Libres se propone reivindicar en su edición de este mes.

   Krauze consideró, con razón, que “nos urge salir de la Babel de confusión en la que vivimos”. El examen que en ese texto hizo del guirigay político mexicano es impecable. La conclusión en cambio, resultó un tanto discutible. Suponer que los antagonismos y la frivolidad en el discurso político serían remontados por el contraste que significarían varios debates de gran calidad y densidad, propalados ampliamente, podía implicar cierto desconocimiento del atraso que prevalece en nuestra cultura política y, al mismo tiempo, una sobrestimación de la capacidad de los intelectuales para solucionar ese rezago.

   Sobre todo confiar en la capacidad de los medios electrónicos, especialmente la televisión, para ser escenarios de una discusión racional, es altamente riesgoso. Ningún asunto respecto del cual haya posiciones antagónicas, en ningún país, se ha resuelto a partir de su exhibición televisiva. Los medios electrónicos son espacios propicios para mostrar los grandes trazos de una discusión. Pero la deliberación capaz de propiciar acuerdos requiere de la holgura para expresar argumentos que puede permitir la prensa, o de la confianza para externar pros y contras que solo ofrece la reunión privada.

   Krauze reconoció a la política mexicana de nuestros días como un teatro (“mitad farándula, mitad reality show”) en donde intereses y desatinos de cada actor desplazan al guión común que debería prevalecer. A partir de ese diagnóstico intentó una salida racional a la confusión que domina al escenario público mexicano. Las aristas discutibles de la propuesta iban desde el nombre y las tareas, hasta las adhesiones que se encontraban pertinentes para el grupo sugerido como organizador de los debates.

   La denominación del Comité de Opinión Pública se parece demasiado al Comité de Salud Pública que Robespierre creó a fines del siglo XVIII para perseguir a los enemigos de la revolución francesa o a otros que, con el mismo nombre, fueron creados en distintos momentos de la historia mexicana. Ese no es mas que un detalle pero resulta útil para enfatizar una de las debilidades en la propuesta de Letras Libres. La sola idea de constituir un comité de notables que se consideren fiduciarios de la verdad, resulta un tanto antipática.

   Desde luego el problema que señaló esa revista es muy vigente. El nivel de nuestra discusión pública es ínfimo. A México le urge transitar del pantano de los chismorreos a la deliberación constructiva. “La democracia es palabra hueca si no se sustancia” consideró Krauze.

   Pero aunque el retrato que hace de la confusión mexicana resulta escrupuloso, la conclusión que ofrecen ese escritor y su revista puede estar equivocada. El problema político central en México no es la falta de discusión, sino la ausencia de acuerdos. Lo que más necesitamos no son ideas, sino capacidad para convertirlas en decisiones.

   En otras palabras, la carencia nacional no es de carácter intelectual sino político. Ideas para emprender cambios, las hay prácticamente para cualquier aspecto de la vida nacional. Los mexicanos –al menos quienes tenemos la angustiosa costumbre de atender a lo que dicen gobernantes, legisladores y dirigentes en los medios de comunicación– ya sabemos cuáles son las opciones para impulsar la industria eléctrica, emprender la reforma fiscal, admitir o no el voto en el extranjero o actualizar las leyes laborales, entre muchos otros temas.

   En cada uno de esos rubros llevamos años conociendo y considerando propuestas. En todos ellos, igual que en otros temas de igual o similar importancia, los interesados han ofrecido sus puntos de vista, quienes discrepan con ellos los han rebatido y la sociedad –o al menos los ciudadanos interesados– se han formado, cuando han querido, una opinión.

   Aunque no siempre ha sido ordenada, ni los argumentos y la información pertinentes se han expresado con claridad, en todos esos temas se han registrado extensas discusiones. Los foros y plazos para ellas no siempre han sido los que habrían resultado deseables. A veces las propuestas han estado matizadas por el estruendo que desatan esos y otros asuntos. Pero presentación de iniciativas e intercambio en torno a ellas, hemos tenido en todos los casos.

   Lo que no ha existido es capacidad para dialogar y, gracias a ello, alcanzar acuerdos. El mismo Krauze, con razón, apunta: “no tenemos siquiera un acuerdo de cómo resolver nuestros desacuerdos”. Allí, Cantinflas dixit, está el detalle. La ausencia de ese acuerdo no se origina en la pobreza o la inexistencia de discusión. Cada una de las fuerzas políticas del país sabe lo que quiere y lo que otros partidos o grupos buscan en cada uno de los temas cardinales. Si no alcanzan decisiones conjuntas es porque no quieren.

   Ese problema es, quizá, más grave que el que diagnosticó Letras Libres. El atasco mexicano no se debe a la pobreza deliberativa, sino a la ineficacia de la política tal y como la practican nuestras elites. Desde luego un debate ordenado, despejado y respetuoso, no nos vendría mal. Sería un auténtico lujo tener en los medios de comunicación a los mejores especialistas en cada uno de los temas nacionales que durante años hemos dejado sin resolver.

   Pero más allá de la oportunidad que significaría presenciar exposiciones razonadas y rigurosas sobre lo que tenemos que hacer con los energéticos, el campo, la legislación electoral o la política exterior, tales exhibiciones no conducirían a ningún lado si no estuvieran acompañadas de la voluntad política que tanto se ha echado de menos respecto de esos mismos y otros temas.

   Los debates cuya organización fue propuesta por Letras Libres podrían convertirse en un espectáculo mediático más que en el ejercicio inteligente y creativo que pretenden los editores de esa revista. Al hipotecar la eficacia de la discusión a la capacidad de propagación de los medios, se subordina el fondo a la forma que impondría la televisión. Las reglas sugeridas para esos debates podrían empobrecer las ideas en juego, en lugar de darles contexto y aliento. Se trata de encuentros concebidos como confrontaciones finales de propuestas acabadas y no como etapas de un proceso deliberativo.

   Más que de una discusión en donde pueda desarrollarse el intercambio que resulta necesario para lograr acuerdos se proponía, como indica ese procedimiento, una “puesta en escena”. Cada debatiente contaría con 10 minutos iniciales, otros tres para criticar a los demás y tres minutos adicionales para responder. Luego habría un intercambio de preguntas con respuestas de dos minutos. Ese esquema es más propio de un debate de campaña política –en donde más que las ideas importan los slogans– que de una discusión que aspire a constituir “un aprendizaje práctico de la democracia” como propuso Krauze. En 10 minutos (es decir, en unas cuatro cuartillas si la intervención estuviera escrita) es imposible compendiar ni siquiera los trazos más amplios de la iniciativa para resolver un problema complejo. Mucho menos se pueden aclarar dudas acerca de ella en los tiempos sugeridos para respuestas en esos debates.

   Pensemos en cualquiera de los temas posibles en la agenda que diseñaría el Comité que plantea Letras Libres. ¿Qué reforma fiscal, cuál esbozo de industria petrolera, qué concepción de política cultural o de política social podrían compendiarse en 10 minutos? Con ese corsé los expositores tendrían que eludir los pormenores de cada iniciativa y, de esa manera, prescindir de la riqueza de enfoques, las medidas específicas o las consecuencias puntuales que podría tener.

   Hoy en día las diferencias sobre los asuntos más importantes no tienden a ser tanto de fondo, como en sus particularidades. En nuestro país por ejemplo, todo el mundo dice que está de acuerdo en que haya reforma fiscal; las discrepancias surgen acerca de los impuestos y montos que cada quien propone incrementar.

   Las fuerzas políticas, en México igual que en casi todo el mundo, tienden a ubicarse en el centro del espectro ideológico y no en sus márgenes como sucedía en épocas anteriores. Las diferencias en ocasiones son de matiz y no debido a la adscripción de partidos y grupos en las derechas o las izquierdas. En los detalles no solamente está el diablo sino las distinciones entre políticas específicas. Una discusión en los términos que proyecta Letras Libres dejaría a un lado los matices que hoy en día constituyen la distinción entre las visiones de país que tienen no solo las fuerzas políticas sino, también, los ciudadanos interesados en los asuntos públicos.

   Más que propiciar acuerdos, un debate en televisión tiende a polarizar las posiciones en conflicto. Además parece inevitable que el estilo de ese medio se sobreponga a la discusión de ideas. Si lo que queremos es salir de Babel, como apunta Krauze, lo que hace falta antes que nada es preguntarnos por qué nuestra vida pública ha llegado a este desbarajuste. Cada uno de los principales actores políticos pareciera tener códigos, proyectos y hasta normas diferentes para el intercambio de puntos de vista. Lo que necesitamos son reglas y principios comunes, no para debatir sino para tomar acuerdos que le urgen al país.

   Debatir más no empobrecerá nuestro escenario político, pero no necesariamente remediará los antagonismos que lo mantienen estancado. Para salir de Babel es preciso construir –o recuperar– una lengua y una colección de entendimientos comunes, capaces de ser compartidos por las principales fuerzas políticas y la sociedad.

   El espacio idóneo para procesar cualquier acuerdo es el de las instituciones políticas. Por muy aborrecible que nos resulte su desempeño, el Congreso es el crisol indispensable para hacer política y construir consensos. Y los partidos, con todo y su desesperante inoperancia, son los protagonistas ineludibles de esos acuerdos.

   El problema central radica, entonces, en cómo logramos que esa institucionalidad y sus organismos funcionen plenamente. Hay quienes por eso, entre otras motivaciones, hacen política y se incorporan a los partidos existentes o construyen otros. Para los intelectuales y, de manera más amplia, para los ciudadanos que no quieren hacer política activa, se presenta el eterno dilema entre presenciar los acontecimientos o hacer lo posible por intervenir en ellos.

   En los años recientes la sociedad mexicana, a pesar de las muchas limitaciones de nuestra cultura ciudadana, ha logrado influir exitosamente para ampliar condiciones y opciones de la competencia política. Los cambios que conseguimos –especialmente en la normatividad electoral– se debieron a la exigencia, tácita o explícita, que la sociedad le planteó al sistema político.

   Hoy sin embargo, por fatiga, desilusión, hartazgo o descuido, la sociedad se ha retraído de la mayoría de los asuntos públicos. El video escenario de corrupción, rencillas y cinismo que se ha conocido desde hace varias semanas, en el menos peor de los escenarios aleja aun más a los ciudadanos de esos asuntos públicos. También puede ocurrir que, tales sucesos, entretengan y confundan tanto que la sociedad deje de distinguir entre la escoria y los comportamientos reivindicables en el quehacer político.

   Una tarea cardinal para los intelectuales, en ese panorama, es contribuir a esclarecer los acontecimientos. Ofrecer elementos de juicio que permitan distinguir entre lo trivial y lo esencial, entre las codicias y los proyectos, entre la cháchara y las ideas, sería quizá la aportación más valiosa de quienes, desde el campo de la reflexión, quieren contribuir a superar este empantanamiento.   

   Krauze apunta con claridad el papel de los intelectuales: “Necesitamos mucho más: solidez crítica, datos duros, imaginación editorial, incisiones limitadas pero profundas en la realidad”. Hoy en día el ejercicio de la crítica política es sumamente limitado. Numerosas inconsecuencias y contradicciones de los actores políticos pasan desapercibidas o, cuando mucho, alcanzamos a hacer la crítica de sus dichos. Pocas veces contamos con elementos para analizar los hechos verdaderamente relevantes. Esa es una tarea en la cual sería conveniente el ojo analítico de escritores y pensadores que reservan sus esfuerzos para temas menos coyunturales.

   La crítica del poder es escasa y habitualmente débil. Pocas veces llega al fondo de los acontecimientos. Suele cuestionar a los emblemas y responsables del poder, pero no a los poderes reales que han crecido y ganan enorme impunidad. Los medios de comunicación, especialmente la televisión, han ofrecido un gran servicio a la sociedad al dar a conocer excesos y barbaridades de algunos personajes públicos. Pero al mismo tiempo los medios más influyentes, al mostrar esos hechos sin contexto y preocupándose más por el escándalo que por las explicaciones, han sido corresponsables del deterioro cívico y político que padecemos.

   Una hora de debate al mes sería preferible a “La jaula” o “La hora pico” pero es altamente probable que se confundiera con los contenidos que los televidentes suelen presenciar, todos los días, en la televisión nacional. Peor todavía, un espacio así les serviría a las televisoras para legitimarse y aliviar la mala conciencia que pese a todos sus operadores siempre tienen. Luego seguirían transmitiendo la programación habitual.

   El solo hecho de que Letras Libres presentara su iniciativa, junto con el eco que tuvo en pocos días, resultó indicativo de la preocupación que existe ante el deterioro de la vida pública mexicana. Es inexcusable, como apuntó Krauze, que nuestra política se haya teatralizado de esa manera. Más que construir un nuevo escenario como el que sugiere esa revista, sería preciso exigir que la vida pública y sus protagonistas superen el juego de apariencias y palabrería que nos ha traído a esta Babel política –y mediática–.

Julio de 2004

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[1] Investigador en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. Miembro del Instituto de Estudios para la Transición Democrática. rtrejo@servidor.unam.mx; rtrejod@infosel.net.mx; http://raultrejo.tripod.com

[2] Seguramente los comentarios a la propuesta de Krauze y Letras Libres fueron más. Los que aquí se glosan son los que pudimos encontrar en la prensa diaria y algunas revistas.

[3] Enrique Krauze, “Para salir de Babel”. Letras Libres, mayo de 2004.

 

[4] Miguel Ángel Granados Chapa, “Debatir es gobernar”. Reforma, 11 de mayo de 2004.

[5] Jorge Medina Viedas, “Ordeñando la democracia”. Milenio, 13 de mayo de 2004.

[6] Carmen Aristegui, “Babel”. Reforma, 14 de mayo de 2004.

 

[7] Ricardo Raphael, “Faltan ideas, sobran ocurrencias”. El Universal, 14 de mayo de 2004.

[8] Gilberto Rincón Gallardo “Diálogos, acuerdos y Krauze”. Reforma, 15 de mayo de 2004.

 

[9] Claudia Ruiz Arriola, “Babel y Bizancio”.Mural, Guadalajara, 16 de mayo de 2004.

 

[10] Ricardo Alemán  “¡Diálogo! ¿Qué es eso? ¿Para qué?”. El Universal, 16 de mayo de 2004.

 

[11] Ramón Cota Meza, “Debate del debate”. El Universal, 18 de mayo de 2004.

[12] Leo Zuckermann, “Comité de los notables”. El Universal 19 de mayo de 2004.

 

[13] Enrique Krauze, “Ideas para el debate”. Reforma, 23 de mayo de 2004.

[14] Francisco Rojas, “Debate, en lugar de escándalo”. El Universal, 25 de mayo de 2004.

[15] José Fernández Santillán, “Respuesta a Krauze”. El Universal, 26 de mayo de 2004.

[16] Iván Ruelas, “Construyendo a Babel”. Milenio, 30 de mayo de 2004.

[17] Jaime López-Aranda Trewartha, “El diálogo inútil”. Milenio, 30 de mayo de 2004.

[18] Marco Levario Turcott, “Respuesta a Letras Libres”. etcétera, junio de 2004.

[19] Ricardo Raphael, “Hechos”. Nexos, junio de 2004.

[20] Enrique Canales, “La fuerza del debate”. Reforma, 10 de junio de 2004.

[21] Denise Dresser, “Debatir el debate”. Reforma, 21 de junio de 2004.

[22] José Woldenberg, carta de Letras Libres, julio de 2004.

[23] Raúl Trejo Delarbre, “La propuesta de Letras Libres”, “Lo que falla es la política”, “Subsanar los detalles” y “Babel política y mediática”. La Crónica de hoy, 10, 11, 12 y 13 de mayo de 2004.