El sitio de Raúl Trejo Delarbre

 

La política por otros medios

(Apuntes para la discusión “Efectos de la globalización

y el mercado en los medios de comunicación”)

Este texto fue presentado en el seminario Medios de comunicación y cultura política que organizaron la Fundación Pablo Iglesias y la Conferencia Permanente de Partidos Políticos de América Latina en marzo de 1998, en Madrid.

Raúl Trejo Delarbre

No hay política sin medios. Pero entre una y otros, la relación parece cada vez más desigual: sí, en cambio, en los medios la política está cada vez más ausente. Al menos, política con los formatos, efectos y hasta intenciones con que se la ha conocido hasta hace poco. Es ampliamente conocida aquella frase según la cual la guerra, es la política por otros medios. Pero la política, en su acepción moderna, no puede prescindir de la cotidiana batalla mediática. Hagamos, por principio, algunos recordatorios acaso obvios pero no por eso inútiles.

   Entre los medios de comunicación contemporáneos, los de carácter audiovisual se llevan la palma en audiencia pero, aunque nos pese a quienes somos de la cultura escrita, también en influencia. La prensa escrita tiene presencia en los circuitos de decisión y en los segmentos de nuestras sociedades que piensan, discuten y proponen, pero los grandes públicos, que es entre quienes se encuentran la mayoría de los votantes y así las fuentes de consenso indispensables en cualquier democracia, no sólo prefieren a la televisión y a la radio. Además y de manera creciente, esos grandes segmentos de nuestras sociedades, para el ejercicio del ocio y en la conformación de las imágenes que tienen sobre los asuntos públicos, dependen de los medios audiovisuales.

   Quienes estamos y apostamos por la prensa escrita, podemos suponer que en los circuitos en donde se ejerce el poder hay una consideración constante a lo que se dice en los diarios y revistas. Así sigue ocurriendo, desde luego: la influencia de la cadena estadounidense CBS puede ser equiparable a la de The New York Times, pero quizá más porque ese diario contribuye al establecimiento de la agenda de los medios electrónicos, que debido al efecto que sus editoriales o reportajes tengan en las cúpulas políticas. En algunas de nuestras naciones, nos sorprenderíamos si constatásemos el interés, a veces desmedido, que nuestros políticos y gobernantes tienen por lo que se diga o deje de decir de ellos en los telenoticiarios, mucho más que por lo que se publique en las columnas o las primeras planas de los periódicos.

   ¿Qué consecuencias tiene esa preponderancia de la comunicación audiovisual? Entre las primeras, desde luego, está el incremento en la influencia de las empresas de televisión y radio, que suelen formar parte de conglomerados involucrados en otras áreas del entretenimiento y de la industria mediática y con inevitables intereses corporativos y políticos. Los negocios que defiende una cadena televisiva cuyos propietarios son además accionistas en empresas de otros ramos, son por lo menos más complejos que los que le interesa reivindicar al propietario de un solo periódico. Pero esa complejidad del capital en el mundo de la comunicación es tan inevitable que sería inútil azorarnos demasiado ante ella. Una consecuencia más, ciertamente menor de esa pérdida de influencia de la prensa escrita, radica en el creciente interés de numerosos periodistas formados en los diarios, para incursionar en la televisión y la radio como vías para buscar, o mantener, la influencia que no alcanzan a lograr en sus espacios escritos.

   Más allá de esos y otros efectos, respecto de la comunicación política la preponderancia de la comunicación audiovisual está significando un empobrecimiento del discurso y así, del contenido de los mensajes. Tanto por el contexto en el cual los ubican, como por la extensión y la intencionalidad que les dan, los medios contemporáneos tienden a parcializar, simplificar y trivializar a los mensajes políticos.

   Pensemos en casi cualquiera de los telediarios que capturan el interés de millones de ciudadanos cada noche en nuestros países. Por lo general, las noticias de índole política se encuentran mezcladas en medio de informaciones policiacas, deportivas y de espectáculos.

   Es prácticamente inevitable que un cataclismo en el otro lado del mundo, pueda restarle importancia al mensaje de un presidente de la República, ya que nuestras respectivas aldeas globalizadas se encuentran crecientemente abiertas a la información de todo el universo. Allí puede identificarse una virtud de la mundialización de las noticias: en la medida en que gracias a los medios somos más contemporáneos de las circunstancias y los problemas de todo el planeta, podemos ubicar con mayor rigor las dimensiones de nuestros asuntos cotidianos. Pero los medios pocas veces nos ayudan, intencionadamente al menos, a entender esa dimensión global de los acontecimientos. En vez de ello, las noticias son presentadas sin jerarquización ni contexto, de tal suerte que las afirmaciones de un partido político pueden aparecer comprimidas entre los marcadores de futbol y los anuncios comerciales. Nada nuevo hay en estos señalamientos que, sin embargo, ahora se olvidan a menudo cuando se discuten los efectos y las carencias de la información política.

   Los medios, pero muy especialmente la televisión, imponen sus formatos a los acontecimientos políticos. Cuando un diario impreso daba cuenta de un evento político de importancia nacional, podía esperarse que en la reseña periodística se transcribieran en extenso las alocuciones pronunciadas en aquella reunión e incluso, que se publicaran completas las disertaciones más relevantes. En cambio ahora, la televisión, en donde más que en cualquier otro sitio el tiempo es dinero, reseña en unos cuantos instantes las reuniones políticas, de las cuales ofrece imágenes fragmentarias más que la síntesis de argumentos y posiciones que allí pudieron haberse expresado.

   Una sesión del parlamento en la que se hayan manifestado densas explicaciones sobre, por ejemplo, una iniciativa de ley, acaba quedando reducida a la presentación, por escasos pero contundentes segundos, de los diputados o senadores agobiados por el cansancio. En los Estados Unidos, hace 30 años el promedio de tiempo que los noticiarios de la televisión ofrecían a las palabras de un personaje político (por ejemplo, un candidato en una campaña presidencial) era de 42.3 segundos. A esos segmentos se les denomina sound-bites y dos décadas más tarde se habían reducido, en promedio, a 9.8 segundos.

   ¿Qué argumentación sobre un hecho público relevante, o qué explicación puede ofrecérsele a los ciudadanos, en menos de diez segundos? Más aún, los sound-bites que la televisión acostumbra recoger de una intervención política suelen ser aquellos en los que se muestra una frase jocosa, o una expresión ruda, pero no siempre aquella o aquellas que compendien las propuestas, o las tesis, del personaje político cuyas frases alcanzan una oportunidad dentro del noticiario.

   Esas reglas de los grandes medios, no pasan desapercibidas por los dirigentes políticos y los gobernantes. No son pocos quienes más que preparar un discurso, se afanan en frases y expresiones contundentes con la esperanza de que lleguen a ser consideradas atractivas por los editores de los telenoticiarios. Nos encontramos así con la triste paradoja de que más que para persuadir a los ciudadanos, la política moderna es elaborada para convencer a los operadores de los medios. Estos, en vez de intermediarios, quedan erigidos en destinatarios de los mensajes del poder.

   El estilo discursivo característico del debate público –y en general, de todo ejercicio de reflexión y deliberación--  queda simplificado a grandes trazos retóricos. En vez del género argumental que formula una proposición, la razona, la contrasta con otras opciones, la respalda con datos y de allí deriva en tesis o exhortaciones, nos encontramos con un estilo discursivo pensado exclusivamente, o casi, para deslumbrar, aturdir o sorprender. El discurso simplificado para (más que por) los medios, pretende apabullar, más que convencer.

   Cada vez tenemos mayores oportunidades de acceso a cada vez más datos, imágenes, discursos, sensaciones incluso, gracias a las nuevas tecnologías y a la globalización comunicativa que ellas hacen posible. Nunca antes, la gente había estado expuesta a una cantidad de mensajes tan variada y abundante pero que es, al mismo tiempo, ofuscadora y desconcertante.

   Los modernos ciudadanos, conectados todo el día a la radio, a la internet, a la prensa en gran escala y muy especialmente a la televisión, disponen hoy en un solo día de flujos de datos similares a los que recibían nuestros antepasados en toda su vida. Y en medio de esa información abundante, perdemos el sentido de lo que tiene relevancia y lo que no. En los asuntos públicos ese síndrome de aturdimiento es particularmente delicado. Las fronteras entre lo trivial y lo substancial, se han difuminado al mismo tiempo que se borran las distancias entre los rumores y los hechos y entre el espectáculo y la información.

   Entendidos como fuentes de entretenimiento y no de servicio, los medios meten todo en el mismo cesto y para alcanzar relevancia en ese allanamiento mediático, de las noticias políticas y sus protagonistas se destaca lo más estrepitoso, insólito o chocante. Los extremos a los que ha llegado esta tendencia, se hubieran antojado imposibles hace pocos años. No es noticia, o la es de bajo perfil, que un presidente proponga un ambicioso plan de salud para sus conciudadanos. Pero sí lo son, de propagación y consecuencias geopolíticas, los chismorreos que sobre la vida personal de ese gobernante platicó por teléfono una joven estudiante. Hace casi un cuarto de siglo, el nuevo periodismo se perfilaba como uno de los mejores recursos de la democracia, al investigar con tanta acuciosidad las tropelías y falsedades del gobierno estadounidense que sus denuncias lograron que cayera el presidente Nixon. Pero del Watergate al Lewinskygate, han ocurrido tantas cosas y al mismo tiempo tan pocas al menos en términos del desarrollo profesional de la prensa, que ahora las habilidades investigativas de centenares o millares de reporteros están dedicadas a husmear en el pasado de la familia de la joven Mónica y de cuantos se hayan cruzado con ella. Ha sido notable, también, el allanamiento de los medios más serios y antaño ajenos a murmuraciones y ordinarieces, a ese frenesí por la especulación morbosa.

   Pero no toda la culpa es de los medios. De hecho, está volviéndose manidamente frecuente que cuando se quieren defender de señalamientos que los contradicen o incomodan, los gobernantes y los políticos le echen la culpa --por entremetida, escandalosa o poco  seria-- a la prensa.

   En ambas partes de ese binomio existen responsabilidades incumplidas. En todo el mundo, la política padece hoy un desprestigio inaudito, sobre todo si se considera que nunca como ahora y a pesar de limitaciones como las que hemos mencionado, gracias a los medios los políticos pueden dirigirse de manera tan directa y tan frecuente a los ciudadanos.

   La búsqueda del espectáculo ha llevado a los medios a propalar, magnificándolas incluso, las arbitrariedades y tropelías de numerosos personajes del mundo político. Pero esos abusos no han existido por causa de los medios. Al mismo tiempo, la exposición pública de excesos y autoritarismos, ha acercado a los ciudadanos a los rasgos más aborrecibles del ejercicio del poder político. El resultado, debido a esas y otras circunstancias, es la pésima imagen que tienen hoy en día los gobernantes y, de manera más amplia, quienes se dedican de manera profesional a la política.

   No ha sido extraño, en esas circunstancias, que se propale una antipolítica fuertemente afianzada en la creación de imágenes y personajes de extraordinaria eficacia mediática y que se erige ahora como alternativa a la política tradicional. En lugar de la carrera parlamentaria, o de la experiencia en el servicio público, en todo el mundo (lo mismo en el severo Japón y la vieja Europa del Este que en Venezuela, Perú o Colombia) los ciudadanos están prefiriendo la ausencia de compromisos explícitos y la sensación de castidad y novedad políticas que les ofrecen deportistas, reinas de belleza, locutores y personajes conocidos por virtudes distintas de la práctica específicamente política.

   La corrupción real o supuesta, exigua o magnificada, de las élites políticas tradicionales, está llevando a estas sociedades a voltearles las espaldas. Y estas élites en los partidos, los gobiernos o los parlamentos, cuando reaccionan lo hacen tratando de mimetizarse con la espectacularidad mediática. Si se trata de competir con personajes de la farándula o del deporte, los políticos profesionales pero regenerados para los medios se preocupan más por el nudo de la corbata o la eficacia del dentífrico, que por los proyectos de gobierno que ofrecen a sus sociedades.

   Esa glamorización de la política, se empata con la simplificación del discurso a la que nos hemos referido antes y también, con la abolición de las ideologías que con tanto rechazo académico, pero con tanto éxito mercadológico, fue identificada hace nueve años. No compartimos esa tesis pues, de muchas maneras, se puede constatar no sólo la subsistencia de corrientes ideológicas sino, especialmente, la necesidad de coordenadas ideológicamente sólidas y claras. Pero si para tener éxito mediático nuestros políticos modernos privilegian tanto la apariencia por sobre las ideas, reducen de tal manera el discurso que más que argumentos esbozan slogans y comparadas unas con otras sus propuestas son entonces prácticamente idénticas, no es exagerado proponer que más que frente al desvanecimiento de las ideologías, nos encontramos ante el eclipse de la política, al menos tal y como la hemos conocido en este siglo y el anterior.

   Los partidos son, por definición pero además porque hasta ahora no se ha inventado otra forma de organización y competencia reales, imprescindibles. Pero en el fárrago mediático y junto con esa trivialización de la política, a los partidos les va muy mal como actores en los espacios audiovisuales. Los movimientos de ciudadanos, que no buscan constituirse (al menos en un principio) en opciones de poder sino en fuentes de presión en beneficio de causas o personajes muy específicos, tienen un atractivo notablemente mayor en la teatralizante escala de valores de los medios.

   La protesta es más vistosa que la política. O, para decirlo de manera menos drástica, la reclamación coyuntural es más mediáticamente intensa que la anticlimática política institucional. Una batahola callejera o incluso la imagen de un activista que pancarta en mano despotrica delante de las cámaras, tiene mayor impacto mediático que un atildado funcionario leyendo un documento detrás de la consabida batería de micrófonos. Los enredos son noticia; la democracia no.

Ninguno de estas constataciones ofrece remedios al círculo vicioso medios estrepitosos/políticos mediatizados que se puede apreciar hoy en día. Las soluciones están por construirse y no dependen ni sólo de los medios. Estos últimos, por lo demás, hacen muy buen negocio cuando la política les ofrece espectáculo para solazar a sus públicos y sobre todo, usufructúan con enorme alegría el papel de mandarines de la vida pública en que su capacidad tecnológica y la debilidad de la política institucional los ha colocado. Y los políticos, fuera de tratar de mimetizarse al imperio de los medios o quejarse de ellos, según les vaya en las encuestas y los ratings, no se esfuerzan por entenderlos.

   Hay viejas fórmulas, no siempre del todo exploradas en todas nuestras sociedades, que pueden ser útiles en la reconstrucción o en la reforma de este panorama: los medios públicos, capaces de constituirse no en antagonistas pero sí en contrapesos de aquellos con prioridades fundamentalmente mercantiles; la ética y la responsabilidad tanto en el poder político como en los medios y que en el caso de la prensa, amerita de códigos e incluso también instituciones de autorregulación; la discusión abierta de los yerros y excesos de los medios pero con afán pedagógico y no vindicativo, la diversificación de medios que no abate la preponderancia de las grandes televisoras pero que les impone un nuevo contexto –eventualmente competitivo, a mediano plazo, gracias a opciones nuevas como la interactividad que es posible en la internet--. Quizá, en efecto, sea preciso pensar en la política por otros medios: no a través de, sino en busca de medios distintos para propagar ideas políticas.

   También podría procurarse y esa sería una tarea de ambas partes, la desteatralización de la política en los medios. Pero esa, a estas alturas, no puede ser tarea sólo de los políticos, ni sólo de los comunicadores. Todos ellos, en todo caso, no serían nada sin la sociedad. Pero eso, a ambos, se les olvida con demasiada frecuencia.

Marzo de 1998



[1] Investigador en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. Director del semanario etcétera. Columnista político en La Crónica de Hoy y otros diarios mexicanos. Autor de una decena de libros sobre asuntos políticos y de comunicación social.