Ensayo publicado en etcétera, marzo 2003

 

Diferencia y novedad de la televisión pública

 

 Raúl Trejo Delarbre [1]

   

¿Qué hace diferente a la televisión pública? La respuesta más obvia pero quizá no del todo hueca es la más espontánea: la televisión pública es diferente porque no es como la de carácter comercial. Esta perogrullada tiene alguna importancia porque en la actualidad la lucha por la diferencia constituye el empeño principal de los medios públicos.

   Ya sea que surgiera en Europa o en Sudamérica –en donde había medios estatales antes de la expansión de la radio y la televisión comerciales– o que hayan nacido a contrapelo del dominio privado en la radiodifusión como sucedió en México, la comunicación electrónica de carácter público se enfrenta hoy a la preponderancia –e inclusive, a una acometida militante– de las empresas comerciales.

   En casi todo el mundo tanto la inversión financiera como la audiencia entre los públicos se encuentran dominados por la radiodifusión privada. La indolencia gubernamental y estatal, las imprevisiones legales, la pereza de la sociedad, pero también la ineficacia y el desgano que en muchas ocasiones singularizan a los medios públicos, han propiciado que ese mercado se encuentre copado por la comunicación preponderantemente mercantil.

   Tal situación podría adjudicársele al creciente individualismo, a la comercialización garrafal o a la voracidad ilimitada de los intereses privados. Pero esperar que a los medios no les afectasen las condiciones que impone la economía de mercado sería tan ilusorio como inútil. Es infructuoso pensar en los medios públicos como instituciones y espacios ajenos al mercado. Al contrario: si los medios de esa índole son necesarios, es porque el panorama de la comunicación está sometido a las exigencias y sobre todo a las inequidades del mercado mismo. En ese contexto, la función primordial de los medios públicos es hacer contrapeso a la preponderancia de las empresas comunicacionales de carácter privado.

   Así que si nos preguntan qué hace diferente a la televisión pública, quizá no es tan frívolo contestar que su distinción respecto de la televisión privada radica, precisamente, en que no es como ella. A una y otra las distinguen, entre otros, los siguientes rasgos.

   Los propósitos generales. La prioridad de la televisión privada es hacer negocio. Ese reconocimiento no debiera conducirnos a suponer que los empresarios de los medios comerciales subordinan cualquier otra consideración al afán de vender más espacios de publicidad, a precios más altos. Tampoco queremos sugerir que hacer negocio en los medios constituya una actitud reprobable. Solo pretendemos subrayar que el hecho de tener como prioridad las ganancias financieras define en buena medida el comportamiento, las alianzas, la responsabilidad y desde luego los contenidos de los medios privados.

   Los rendimientos de una televisora privada pueden ser de índole distinta a la estrictamente mercantil. Hay empresas de comunicación privadas que también hacen negocio con el cabildeo, la presión e incluso la construcción de consensos que logran entre sus audiencias. Hay empresarios para quienes tanto o más que los rendimientos económicos, la propiedad de una televisora les significa la posibilidad de ampliar y mantener influencia pública y política que usufructúan con diversos fines. En todo caso el fin esencial de la televisión privada, más allá de las responsabilidades que le impongan las leyes, es la reivindicación de intereses particulares.

   A diferencia de esa prioridad la televisión pública tendría que estar orientada por el interés general, el interés de la sociedad. Y como la sociedad es heterogénea y plural, un afán necesario de la televisión pública tendría que ser la reivindicación de expresiones así de variadas, todas ellas constituyentes del interés público.

   Independencia. La televisión pública no solo es diferente a la televisión privada. También tendría que serlo respecto de la televisión de gobierno, la cual no es de carácter público. Los medios cuya orientación, estructura y/o programación se encuentran definidos por el gobierno, pueden llegar a cumplir funciones de servicio y a dar espacio a programas y producciones distintos a los que habitualmente encuentran cabida en los medios privados. Pero no son públicos, entre otros motivos, porque su desempeño siempre podrá estar condicionado por el interés de la administración gubernamental. Los medios de gobierno promueven las posiciones del régimen político y de los funcionarios a cargo de él. Se trata de medios, en tal sentido, con puntos de vista por definición parciales y cuyas funciones son, en buena medida, de propaganda. Es importante no confundir a los medios públicos con los medios gubernamentales. Los medios públicos tendrían que aspirar a estar a salvo de las tensiones del mercado, pero también de las presiones del Estado.

   Institucionalidad propia. Expresión de esa autonomía, sería la existencia de un marco legal y una organización institucional capaces de garantizar el funcionamiento de la televisión pública más allá de apremios burocráticos, administrativos y desde luego políticos. Estabilidad de sus cuerpos directivos, mecanismos de expresión de los grupos de la sociedad interesados en ella y estatutos legales adecuados a esos fines, son algunos de los rasgos indispensables para la televisión pública. Acerca del financiamiento no hay esquemas definitivos pero puede considerarse que la dotación regular de recursos fiscales junto con otras formas de abastecimiento –entre las que no debería estar excluida la publicidad comercial–  son necesarias para una televisión pública estable.

   Contenidos. La televisión privada suele distinguirse por la supeditación de la calidad en la programación, a la cantidad en la audiencia. La televisión de gobierno, o de Estado, sacrifica el contenido a la propaganda. Calidad televisiva y cantidad de espectadores no están reñidas. Pero a fin de que la sociedad aprecie contenidos que pueden exigirle más atención, reflexión o implicación, se requiere que pueda elegir entre distintas opciones de televisión. En este sentido la TV pública tiene un efecto de democratización cultural, no solo porque lleva contenidos no comerciales a audiencias que de otra forma no tendrían acceso a ellos. Además es cultural –y socialmente– democratizadora, porque su sola existencia supone que el espectador tiene más posibilidades al elegir la televisión que contemplará. Diversidad, creatividad, calidad y experimentación, son divisas de la televisión pública.

   Fines. Toda televisión, de una u otra manera, entretiene, informa e incluso educa. Pero la televisión comercial hace todo eso para ganar dinero o para cumplir con la agenda de algún grupo de interés privado. La televisión de gobierno entretiene, informa o educa, como parte de un proyecto para ampliar o mantener la hegemonía política. La televisión pública cumple con tales funciones como servicio a la sociedad.

   Públicos. Toda televisión, igual que todo medio, busca alcanzar las audiencias más amplias que sea posible. Todo medio se define, además de otros rasgos, por sus públicos. La televisión privada construye sus audiencias de acuerdo con los objetivos que le impone la mercadotecnia. La televisión pública pretende lograr y mantener audiencias independientemente del potencial de compra –o la capacidad de voto– que puedan tener sus integrantes.

   Contraste. La televisión pública, como apuntamos antes, funciona como contrapeso a los estilos, prioridades, perversiones, distorsiones y sobre todo insuficiencias de la televisión privada. Si no hubiera televisión privada o televisión de gobierno, la de carácter público no sería necesaria.

 

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   Más allá de sus propósitos o del desempeño que sería deseable que alcanzara, a la televisión pública también la hacen diferente sus dificultades  y su presencia social.

   Hoy, en distintos sitios del mundo, la televisión pública enfrenta un nuevo y fuerte acoso de la televisión privada. Como resultado de la disputa por el mercado, pero también a consecuencia de un prejuicio ideológico que se ha extendido a falta de un debate serio sobre estos temas, algunos de los principales consorcios de la radiodifusión privada se han empeñado en descalificar a la de carácter público: sostienen que su existencia atenta contra las libertades de expresión y la competencia económica. En distintos países, la arremetida contra los medios públicos está convirtiéndose en prioridad de los consorcios mediáticos de carácter privado.

   Al contrario de esas posiciones, entre las funciones esenciales de la televisión pública se encuentra la apertura de espacios para que se manifiesten ciudadanos y grupos que de otra manera no tendrían acceso a ese medio. Al mismo tiempo permite que el mercado de la televisión –que es financiero, pero también de ideas y mensajes– no se encuentre subyugado al interés de unas cuantas corporaciones comerciales. Y junto con ello, cumple con una función democrática que hoy en día es de la mayor necesidad.

   En palabras de Andrew Graham, consultor de la BBC y directivo del Channel Four británico: “La radiodifusión de servicio público es crucial. Actúa como contrapeso a la posible monopolización de la propiedad y la fragmentación de las audiencias en el sector privado. Debido a que sus propósitos son diferentes, amplía la elección de los consumidores tanto individual como comunitariamente. Y tiene una parte especialmente importante por jugar en el mundo multicultural de nuestros días para promover los derechos democráticos. La radiodifusión de servicio público no es un añadido opcional. Cada sociedad debería tener uno o más servicios públicos de radiodifusión independientes” [2].

   El asedio de la televisión privada contra la de carácter público se expresa de variadas formas: desde propuestas para marginarla de los mercados publicitarios o para limitar la cobertura de sus transmisiones, hasta mociones para que desaparezca. El notable afán de grandes corporaciones mediáticas para minar a los medios públicos, es otro de los motivos para defenderlos.

   Vale reconocer, desde luego, que en su contra también juegan el débil escrutinio e incluso en ocasiones el escaso interés de la sociedad, la ignorancia de los gobiernos, el descuido de los legisladores y la inhabilidad y frecuente ausencia de autocrítica de la misma televisión pública.

   Ante esas tendencias, puede reconocerse el desarrollo de un interés creciente por la televisión pública en distintos sitios del mundo. Casi siempre como resultado de preocupaciones ciudadanas y sociales ante el predominio y la avidez del poder mediático, se advierte la inquietud de partidos políticos y gobiernos, grupos académicos y de periodistas así como se agrupaciones sociales de las más diversas vocaciones temáticas, para reivindicar a los medios públicos.

   En junio de 2001 la Federación Internacional de Periodistas, IFJ, realizó en Nipporo, Japón, una reunión sobre “La radiodifusión pública en la era de la información”. Allí se acordó desarrollar una campaña por la radiodifusión pública con el propósito de: “construir la solidaridad entre las organizaciones y crear vínculos con la sociedad civil, respaldar un programa de acciones prácticas alrededor del mundo, coordinar acciones efectivas con el Banco Mundial, la UNESCO, la Unión Europea y otras organizaciones regionales y políticas, así como apoyar los esfuerzos de la IFJ para promover el diálogo social internacional” [3].

 

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   La radiodifusión pública está adquiriendo una actualidad paralela a la extensión y la influencia crecientes de la comunicación digital. Las novísimas tecnologías de la información implican dos desafíos para los medios públicos.

   Por una parte ese desarrollo tecnológico tiende a favorecer las capacidades de expansión e influencia de la radiodifusión privada, así como el crecimiento de las desigualdades sociales. Gracias a él, los grandes consorcios de comunicación logran más cobertura, presencia e influencia sociales en un muy dinámico proceso de concentración de intereses mediáticos y corporativos. Al mismo tiempo las redes informáticas, cuando –como es frecuente– se expanden fundamentalmente gracias al interés privado, llegan a reproducir las disparidades entre los ciudadanos. A las desigualdades tradicionales que se padecen en todas las sociedades pero especialmente en las países de menor desarrollo económico, ahora se añade el inequitativo acceso a los instrumentos de información: la brecha digital se está constituyendo en uno de los indicadores sustanciales del crecimiento, o el atraso, de cada país.

   El flanco virtuoso de las nuevas tecnologías se encuentra en su flexibilidad para ser aprovechadas con propósitos distintos a los de la comunicación mercantil. La existencia de la Internet, junto con el desarrollo de la digitalización para propagar señales de radiodifusión convencional, implica nuevos retos y posibilidades para los medios públicos.

   En palabras de dos estudiosos españoles: “Las transformaciones de la era digital representan grandes oportunidades para el desarrollo de la comunicación, pero también representan nuevos riesgos de concentración y de desequilibrio con múltiples disfunciones probables. Muchos de estos desequilibrios tienen que resolverse en el marco de la regulación general de los sistemas de comunicación, públicos y privados, todos ellos ‘servicios públicos’. Pero, en este nuevo contexto, la iniciativa pública tiene un rol y una responsabilidad especial: hacer, y prever para el futuro, todo lo que sea necesario para el desarrollo democrático y del bienestar social, y que no quedaría cubierto por las iniciativas reguladas únicamente por el mercado” [4].

   Hoy en día la televisión pública, para cumplir auténticamente con sus responsabilidades, está obligada no solo a entender la importancia de la comunicación digital sino, en consecuencia, a reconocerse en ella. Una televisión pública que no explore y aproveche las posibilidades de la Internet, entre otras que ofrece la sociedad de la información, se quedará estancada y será crecientemente infructuosa. No en balde el sistema de radiodifusión pública más prestigiado del mundo, la BBC, aprovecha ahora las opciones de retroalimentación respecto de su programación convencional, almacenamiento de mensajes y propagación de contenidos específicos que ofrece la red de redes en un proyecto que imbrica a la Internet con la televisión –tanto la de carácter convencional como la de formato digital– [5].

 

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   En muchas circunstancias locales y nacionales la televisión pública, a pesar de sus insuficiencias y errores, tiene sobre la de carácter privado o sobre la televisión de gobierno una mejor reputación. Cuando la televisión pública es realmente eso, puede presentarse con el genuino orgullo de procurar una producción orientada por la calidad y no por la publicidad. No queremos decir que a la televisión pública no le hagan falta ingresos comerciales, pero ellos constituyen un medio y no uno de sus fines como le ocurre a la de carácter privado. Sus resultados no sólo (aunque también) se miden en puntos de rating. El criterio esencial para evaluarlos tendría que considerar la calidad, sin que la excelencia de los contenidos se convierta en excusa para justificar la indiferencia de los públicos.

   Los productores de una televisión pública que cumpla con parámetros como esos pueden –y acostumbran– estar orgullosos de su trabajo. En cambio la televisión privada habitualmente está a la defensiva porque quienes la hacen saben que, en aras de la cuantía en el rating y las finanzas, a menudo recorren el resbaladizo camino de la vulgaridad y la falsedad.

   La televisión privada suele tener mala conciencia. Para mitigarla busca legitimarse con ciertas dosis de pluralidad política, diversidad noticiosa, autoridad académica e incluso excepcionalidad cultural. Esos ingredientes son aderezos en un menú televisivo dominado por la ordinariez. De cuando en cuando, durante algunos minutos la televisión privada se abre a la discusión de ideas, eventualmente difunde programas de calidad e incluso invita a quienes la critican, para lavarse el rostro salpicado de las chabacanerías que difunde durante la mayor parte del día.

   La reflexión y la cultura son adornos circunstanciales en una programación determinada por otros valores. La televisión pública, en cambio, tiene a la creación, al arte, al pensamiento y a la crítica entre los ejes de su programación: no son  coartadas sino su razón de ser.

 

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   Nos encontramos ante una nueva etapa de la televisión pública.

   De manera esquemática, podemos describir tres amplias y heterogéneas fases en el desarrollo de la TV pública en el mundo.

   La primera transcurrió desde los orígenes de la televisión hasta los años setenta del siglo XX. En esa larga fase, en numerosos países los gobiernos instalaron televisoras que en pocos casos llegaron a constituir auténticos sistemas públicos pero que casi siempre eran espacios distintos a los de índole fundamentalmente comercial. Tales televisoras de gobierno, estatales o incluso públicas, en algunos casos siempre coexistieron con empresas privadas de televisión y en otros fueron precursores de ellas.

   Luego se abrió un interregno de un par de décadas, las dos últimas del siglo XX, durante las cuales las televisoras públicas y estatales –salvo pocas excepciones– quedaron estancadas o incluso desaparecieron. En algunos países las oleadas privatizadoras llevaron a los gobiernos a deshacerse de los canales de televisión que administraban. En otros la televisión pública se ha mantenido en condiciones de debilidad ante la expansión de las televisoras privadas. Aun en los países en donde la televisión pública tiene más arraigo y credibilidad, con frecuencia se pensó que su extinción podría estar cerca.

   La tercera etapa comenzaría a la par del nuevo siglo y estaría siendo consecuencia, por un lado, de la preocupación de crecientes grupos ciudadanos ante el crecimiento de la mediocracia preponderante en la comunicación y por lo tanto en el acaparamiento de buena parte de la esfera pública. También estaría influyendo cierta revalorización del papel del Estado, cuya pertinencia ha sido reconocida después de enconados rechazos ideológicos y al cual se le concibe como una entidad organizadora y promotora, así como acotada por una sociedad más activa que nunca. El territorio natural e irrenunciable de esa sociedad, el espacio público, requiere de medios de comunicación capaces de compensar y complementar la presencia de los medios mercantiles. Allí es donde la televisión y el resto de los medios públicos –apoyados en las tecnologías que articulan a la llamada sociedad de la información– podrían estar experimentando una nueva época.

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[1] En noviembre de 2002  la representación en México de la Fundación Friedrich Ebert me pidió una ponencia que se denominara “¿Qué hace diferente a la televisión pública?” para un foro sobre ese tema que se realizó en la Casa Lamm. Esta es una versión ampliada de aquella exposición.

[2] Andrew Graham, “Quality, not profit”, en Open democracy, www.opendemocracy.net , 16 de mayo de 2001.

[3] IFJ World Congress. Resolution. http://www.save-public-broadcasting.org/events/tokyo.htm

 

[4] Miquel de Moragas y Emili Prado, “Repensar la televisión pública en el contexto digital”. Documento de la Universitat Autònoma de Barcelona en:

http://www.uned.es/ntedu/espanol/master/primero/modulos/teoria-de-la-informacion-y-comunicacion-audiovisual/tvpublica.pdf